Acaba de publicarse el escandaloso informe de Oxfam Intermón sobre la desigualdad del reparto de la riqueza en el mundo. El 1% de la población detenta el 95% de la riqueza. No deberíamos asombrarnos: todo está hecho, desde 1850, para que eso sea así. Un 1% nace rico, el otro 99% es pobre también porque nace así. De ese 99%, un tanto por ciento indeterminado vive dignamente, pero vivir dignamente es una apreciación subjetiva. La riqueza no lo es, no puede serlo: es objetiva, hasta aplastante. La gradación que compartimos el otro 99% depende de quién la mire, los ojos que tenga en la cara y los libros que haya leído. De ese 1% que es rico, el 0,00000001% ha llegado a serlo porque ha tenido suerte, y ha sabido incrementar una riqueza inicial. El ejemplo es Amancio Ortega. A pesar de ser rico, parece un hombre bueno, que sabe que la riqueza no cambia a nadie, sólo le da las claves para no empobrecerse. Sospecho que ese es el tipo de sabiduría que lo diferencia de Trump, o de Soros, o de Musk… Sabe que si él tiene riqueza, otros no la tienen, y eso no depende de los otros, sino sólo del modo en que la riqueza se reparte. De ahí que se haya convertido, a su modo, en un benefactor. Amancio Ortega es el único rico no que admiro, sino que considero de mi misma clase social.
Luego viene la filosofía para troles del self made man, que más o menos quiere decir que papá ya tenía lo suficiente, y ni le hizo falta leer a Henry James, ni siquiera los Diarios de Andy Warhol. Ese 1% que es el dueño del mundo, capaz de erradicar el hambre y de salvar el ecosistema, sólo tiene miedo de una cosa: del pequeño temblor a la baja del mercado continuo. Podría hacer milagros, pero se pasa las noches mirando la luz verde del embarcadero de Daisy Buchanan en la otra parte de la bahía, como el gran Gatsby. Suelo hablar en estas entradas de la imposibilidad de hacer revoluciones en el mundo agónico en que vivimos. Los que agonizan no pueden hacerlas, y la gran inversión de ese 1% es la agonía de los demás. Todo concepto de igualdad ha perdido su prestigio, incluso entre la gente que debería soñar con ella. La socialdemocracia es un enorme fracaso, incluso para los que, más ahora que nunca, deberían abogar por ella. Podría ser posible si las mentes de los que la piden pudiesen albergar ese sueño, pero ese sueño está hecho para ser irrealizable.
Toda la miseria que da origen al informe de Oxfam Intermón está en el sistema, en lo que ellos, los ricos, han construido durante casi dos siglos. La pobreza se está llenando de ideología, y aparecen aspiraciones como las de la privatización sanitaria, educativa, mediática, la privatización del paraíso. Esto empiezan a pensarlo los aspirantes a dejar de ser pobres sólo si les toca una primitiva. No podrían dejar de ser pobres de otro modo, lo que indica que aunque les tocase seguirían siendo pobres. Si existiese un paraíso, sería para los ricos. Lo han hecho con su dinero, porque todo se hace con dinero. En él sólo entrarían los viejos calvinistas, los puritanos, los que quemaban brujas y bordaban la A de adúltera en el peto de las mujeres, los que pensaban que los hombres estaban predestinados, y dios premiaba con dinero en vida sólo a los elegidos para habitarlo. Es decir, los capitalistas. In God we trust. Únicamente un planteamiento ecológico cambiará esto: o vivimos todos -y para eso hace falta que el 1% renuncie a un 1% de lo que tiene- o no vive nadie. Sólo el planeta abolirá el capitalismo.
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