Recuerdo aquel libro de un anciano francés, Stéphane Hessel, titulado Indignaos, que se publicó en 2010, como protesta contra la falsedad de la democracia y la dictadura del capitalismo neoliberal. En realidad, ambas son lo mismo. De aquella necesidad de reacción contra lo establecido surgió en España un partido, Podemos, que se fraguó en las tiendas de campaña de la Puerta del Sol y de El Retiro, entre perros y flautas, y desapareció en las garras de otro invento ultraliberal, las fakenews. Un año después de Indignaos, Hessel publicó Comprometeos, contra la indiferencia de la juventud, sobre todo en relación a la desigualdad y a la ecología, pero la juventud europea, y sobre todo la española, no se han comprometido, ni se han indignado, ni saben qué hacer con el hecho de que el éxito se herede en este país, y que la desigualdad cotice en bolsa, incluso como contravalor moral, y llene los bolsillos de los de siempre.
Nadie es capaz de indignarse. No sabemos hacerlo. Desconocemos qué conjuro recitar para que se obren cambios en esta sociedad. Es decir, sí lo sabemos, pero nos da pereza comprometernos. Bastaría con no poner la televisión, no visitar internet, no consumir, no votar cuando lleguen las elecciones, no decir mentiras, quitarnos las caretas, no leer periódicos. Todo ello sólo por un día. No comunicarnos, pues no tiene sentido. No comer fuera, pues tampoco lo tiene. Bastaría con eso. El único problema estriba en que tendríamos que hacerlo todos, y contra ello montarían sus campañas los que quieren que el mundo siga igual, es decir, todas las cracias: la plutocracia, la partitocracia, la aristocracia, la democracia y hasta la iglesia, que las usa a todas de fichas en su tablero de parchís.
Quizá no podamos salir del sistema que nos controla, y que ha modelado nuestras mentes. Habría que cambiar el sistema, pero me da que la guillotina se ha quedado anticuada, y quizá hasta sea un poco bárbara. Se han fabricado virus que mataron a gente inútil, que vivía de cobrar pensiones, gente que murió sola y a menudo sin cuidados médicos. Habría que poner en marcha la misma biotecnología para sintetizar virus de generosidad, que hiciesen que gente con más de cien casas alquilase una por debajo de los mil euros, o que gente con más de un millón de euros en la cuenta corriente regalara uno a los bancos de alimentos, o que gente sometida al ostracismo político tuviera su escaño, o que gente que especula en bolsa tuviera que ver cien episodios seguidos de Tío Gilito, por poner simples ejemplos. ¿Un virus así mejoraría la sociedad? Ante esa pregunta, sólo nos queda algo que está entre la incertidumbre y la esperanza. De momento, indignémonos subjetivamente, escribiendo poesía, soñando con grandes bosques, o frente a hermosos atardeceres, donde el único que nos escucha es el desdén. El que sea extremadamente utópico, que sueñe que esos virus se llamasen impuestos.
Deja un comentario