La felicidad

La felicidad es el único raíl sobre el que el tiempo no se desliza. La edad no importa si somos felices, pero la felicidad es como la luz: a veces onda, a veces partícula. O transcurre como una actitud en nuestra vida, o es un simple momento que pasa y que, al perderse, despierta la nostalgia. Y después la literatura, claro. Llevamos ese lastre a cuesta, que hace que desconectemos de las cosas importantes, y entonces llega aquella frase de Eliot: “Cuánta sabiduría perdemos con el conocimiento, y cuánto conocimiento perdemos con la información…” Estoy convencido de que la verdadera felicidad es una forma de indiferencia, y la indiferencia la única manera de ser independiente.

            La mayoría, como decía Morin, nos persuadimos de que somos felices. Ese es un tipo de servidumbre que está muy vista. Es sólo una apariencia, porque la apariencia -que es la forma más plebeya de la mentira- resulta imprescindible para estar en el mundo. Tendemos a convertirnos en mujeres y hombres imaginarios, a parecernos a actores de cine, o a desearlo. A vivir en su mundo, que sólo se parece al nuestro en que no nos pertenece. Para ser felices hay que ser famosos, pero la fama que no imponen los medios de comunicación, la única que merece la pena, ya no tiene público, porque al público lo crean los medios para que aplaudan en sus circos. El signo de los tiempos. No obstante, existe una recomendación muy práctica para ser feliz. A mí me ha servido: no pensar jamás en la felicidad. Sé que es una buena recomendación, porque he sido el hombre más infeliz del mundo escribiendo esta entrada. Espero que eso no me lleve a la bebida, o a escribir best-sellers.

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