El apagón

Cuando echamos un vistazo a la llamada historia de la literatura occidental, aparece algo que ha sido erradicado del momento literario de la España actual: la crítica, los debates sobre obras que se publican, la evaluación de las ideas que aparecen en ellas, o los personajes, o las relaciones con la literatura anterior. En la generación expresionista, por poner un ejemplo, los escritores se mostraban a favor o en contra de las innovaciones, tomaban partido sobre toda la vanguardia, la cuestionaban. Todos iban a los mismos lugares, porque todos sabían que iban a encontrarse con el resto. Las revistas literarias no hablaban sólo de literatura, sino del hombre que leía esas obras y de cuál era su actitud. Los elogios e insultos se arrojaban siempre con dignidad, sobre todo porque estaban justificados, bien o mal, y además eran arte. Existía un debate literario y cultural en esa época, o en la generación perdida norteamericana, o en la de la posguerra europea. Los escritores se conocían, se admiraban o se odiaban, a veces se odiaban además de admirarse, o por causa de ello. Había una posición -incluso presentimientos- frente a la palabra escrita. Todo el que escribía adquiría un significado. Tenía un lugar. Se hablaba del lenguaje literario. Se contraponían argumentos novelísticos. Había una fiebre que no necesitaba abandonar lo cultural para proponer una idea del mundo.

A los que tomamos la literatura como medida de todas las cosas -en realidad hay pocas más- nos llama la atención que en la España actual todo eso haya desaparecido. Desde finales de los años 80, en España se produjo un apagón en las ideas sobre literatura. En general, en el arte y la cultura. La crítica de las revistas empezó a estar al servicio de la industria cultural. Las editoriales empezaron a bajar el nivel de lo que se publicaba, de modo que los lectores tuvieron que hacer lo mismo. Se trata de una minusvalía por carencia. También la educación ha sido un elemento cómplice en la desaparición de la profundidad en todo lo que se lee. Lo interesante ha pasado a ser un sello que se le pone a lo que no es necesario interpretar, a aquello sobre lo que no es necesario ni discutir.

Hemos llegado a renunciar a una literatura que nos muestre lo que pasa a nuestro alrededor. No la buscamos. Los críticos no la valoran, porque su labor es ya de escaparatistas. Tampoco la vamos a encontrar, porque empezamos a estar ciegos ante lo extraño que empieza a ser el mundo en que vivimos. La industria del libro, de la música, del ocio nos están extirpando los sentidos, lo que éramos y, por tanto, lo que somos. La mayoría de los lectores, ahora, no tiene más referencias que las de la cultura imperante, impuestas por la industria cultural, que necesita bajar el nivel hasta tocar la nada, la única forma de que la mayoría de lectores compren -no lean, que se lea no es importante- los libros que salen al mercado. Las obras que propone el mercado son repeticiones, versiones y refundiciones -como en la Edad Media- de lo que tiene éxito, o alguien impone como “de calidad”, por lo general el volumen de ventas. Eso es lo que está matando el debate no sobre el mundo, sino sobre cómo lo vemos. Eso es lo que está acabando con el lector y con el autor. Sólo las cifras, generalmente inventadas, que dictan las editoriales y el lector domesticado, de gustos vicarios, sanciona. Lo bueno es lo que la mayoría compra, o regala el día del libro, lo que puede convertirse en argumento televisivo, precisamente en un mundo que lo que necesita es la vuelta de la canción protesta.

Bradbury vio muy bien el ocaso actual de la literatura. Mis alumnos no podían admitir, cuando leían Fahrenheit 451, que los libros se quemaran. No reparaban en que bastaba echar un vistazo a cualquier escaparate de cualquier librería para ver que nuestra sociedad, convirtiendo las obras literarias en comida que se vende masticada, ya lo está haciendo. O ya lo ha hecho.

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