William Hope Hodgson

Seguramente estemos entrando en la era de la soledad. Hay mucha gente que tiene conciencia de ello precisamente ahora, cuando más acompañados estamos, gracias a los encuentros navideños en los que el contraste que produce el contacto con la familia se recorta sobre el telón vital de fondo que producen el silencio y el vacío. Existe una notable literatura sobre la soledad, y no porque el héroe esté solo, sino porque atraviesa paisajes ciclópeos, que lo obligan a sentir lo que el hombre muy pocas veces siente: admiración y pequeñez. En una entrada anterior puse de ejemplo la obra de H.P. Lovecraft: La búsqueda en sueños de la ignota Kadath (1927). Se trata de una obra corta e irrepetible, hecha para lectores que quieran viajar muy, muy lejos y sin ningún equipaje. Lo único que les es dado portar en ese viaje es su capacidad para sobrecogerse. En eso consiste la aventura. Uno de las obras que sirvieron de antecedente a Lovecraft fue la que hoy quiero recomendar: El reino de la noche (1912), de William Hope Hodgson, una obra de cuatrocientas tupidas páginas que despliega sobre el mundo el mapa de lo que le espera al hombre a lo largo de la vida, una de las pocas obras que me ha provocado miedo, no sólo por las amenazas que se ciernen sobre su héroe, cuyo nombre permanece ignorado, sino por el viaje que ha de iniciar y, lo que es más terrible, concluir.

            Hodgson fue un hombre extraño. Se enroló en barcos mercantes desde su juventud. Era un ser apocado, una especie de Billy Budd del que se burlaba el resto de los marineros, pero inició un programa de adiestramiento personal que lo llevó a ser “libra por libra, uno de los hombres más fuertes de todo el Reino Unido”, según Sam Moskowitz, su biógrafo. La mayor parte de lo que Hodgson escribió refleja el terror que le producía el mar (Los botes del Glen Carrig (1907) y Los piratas fantasmas (1909), además de un buen número de cuentos incluidos en Los mares grises sueñan con mi muerte, publicados en castellano por la editorial Valdemar) A mi juicio, sin embargo, sus mejores obras no tienen al mar como elemento detonante, sino que transcurren en tierra, aunque sea una tierra al borde de una pavorosa inmensidad. Me refiero a La casa en el confín de la Tierra (1908) y El reino de la noche (1912). Tales libros fueron, junto a los de las pesadillas “primordiales” que vienen del mar, los que prestaron a Lovecraft el concepto de horror cósmico.

            El hombre está sometido a demasiadas situaciones que lo amenazan. La vida del siglo XXI, aunque aún no lo sepamos, consiste en una rendición programada desde muy arriba, en una influencia lejana que quizá se inicie en las zarpas de un algoritmo. Recomiendo a quien quiera tener una visión clara de lo que nos acecha, aunque sea una visión apolínea, artística, que lea El reino de la noche, de Hodgson. Murió en 1918, en la I Guerra Mundial, pulverizado por un obús alemán. Leer su obra dará valor a los deseos que se formulan en navidad, y nos prestará la fe que le hace falta a nuestra capacidad para ser nobles y buenos.

Blog de WordPress.com.

Subir ↑