En España, la política defiende más los derechos que se suponen que los que existen. Normalmente, es el dinero el que impide que se cumpla la ley. En nuestras vidas, todo es publicitario. Vivimos en un anuncio en el que ignoramos si nos pagan o si somos nosotros quienes gastamos. Es como vivir en el mundo de Barbie. ¿Cobramos por hacerlo, igual que Eva Longoria, o compramos lo que anunciamos? El caso de la venta de los datos que dejamos sólo con conectarnos a la red es significativo. Las sospechas son muchas: nos es indiferente mostrar lo que somos cuando accedemos a todas las ratoneras que colocan ante nosotros, atractivas como rebajas, pero incluso cuando nos roban esos datos nos da igual. No tenemos nada que ocultar, hasta que alguien, suplantando a nuestro banco, nos estafa. El riesgo no queda ahí: quizá las tiendas que, por comprar un procesador de textos, nos piden el DNI, el correo electrónico, el teléfono y el domicilio, aunque paguemos al contado, vendan nuestros datos. ¿Por qué los piden, si no? Entramos en una época en que nada nos protege del azar, ni de las circunstancias. Si nos toca, nos toca. Los poderes públicos, incluida la policía, son demasiado públicos para encargarse de la defensa de individuos aislados, poco significativos, cuyos datos entran en las empalizadas de quienes lo poseen todo.
Esa es la razón por la que no nos cuesta entender el procesamiento del político del PP Francisco Martínez -que fue Secretario de Estado de Seguridad entre 2013 y 2016-, por robar datos de organismos públicos y privados, con ayuda del hacker Alcasec, y venderlos -información que no ha transcendido- a no se sabe quién. De alguna forma, intuimos que la política está llegando a lo que realmente es: un enorme negocio. Martínez perteneció al gobierno de Rajoy, el presidente que abolió la desgravación por vivienda en España. ¿No creen que ambos hechos, uno ilegal y el otro legal pese a la desigualdad que provocó, pertenecen a la misma naturaleza? Vender, por parte de un político, datos de la ciudadanía a los delincuentes que van a estafar a esa ciudadanía forma parte de lo que hace la política de este país. ¿Podemos probarlo? Sin embargo, esa intuición se produce. No podemos escapar de ese plató. Se trata de una política que durante cuarenta años ha agotado a la gente, ha convertido los deseos de libertad y justicia en la llave de la celda donde nos han metido.
Los nacionalismos, los impuestos, la educación deficitaria que ahora se hace para gente domesticada, la sanidad para moribundos, el ideario vacío con el que nos llevan a votar, la justicia inasequible de la que sólo se libran los culpables, la nueva virtualidad social en la que jamás aparece una palabra no ya de acusación, sino de debate y, por supuesto, la impresión que tenemos de que, hagamos lo que hagamos, la política está ahí para arrancarnos pedazos. Todo tiene cada día menos máscaras. Frente a ello, los partidos para rebaños -los populistas- hacen su agosto. Como ciudadanos, tendríamos que ser un poco más cautos. Habría que saber que los únicos lujos que no podrán quitarnos son los momentos de soledad para leer grandes libros, que son los que nos enseñan la verdad, y ese anonimato que nos sirve para que los imbéciles no sepan qué vamos a hacer cuando votemos, si votamos, o cuando empecemos a consumir sólo lo necesario.