Imperios galácticos

Hace cincuenta años, Bruguera empezó a publicar una tetralogía de libros que contenían textos de ciencia ficción elegidos por Brian W. Aldiss  titulada así: Imperios galácticos. Eran textos más representativos de lo pequeño que es el hombre que de lo grande que es el universo, y llegaron a las librerías en el momento en que los españoles, recién salidos de la dictadura -justo cuando se lanzaban las sondas Voyager-, descubríamos que la desaparición del telón de acero que nos había separado de Europa no tenía ningún eco en Europa, ni en la nimiedad del mundo, porque Aldiss nos mostraba que el mundo era insignificante, comparado con los casi quince mil millones de años luz que nos rodeaban. El mundo era tan pequeño que a duras penas cabían la ambición de Nixon, de Mao y de Pol Pot, por poner simples ejemplos. Los españoles estábamos plantando los bonsáis autonómicos, parcelando nuestros imperios galácticos, y recuerdo que aquellos libros de Aldiss constituyeron una especie de cosmogonía de lo que ignorábamos del resto de la realidad. Ansiábamos derechos, no conocimiento. Como debe ser.

Ese ha sido el camino iniciado por el individuo en las sociedades occidentales: el paulatino aislamiento de la persona, del hombre crítico, del individuo con capacidad para unirse y comunicarse. Mientras tanto, las organizaciones, los emporios, las multinacionales, la globalización, las corporaciones, las estructuras monopolísticas han ido fundando la sociedad en que vivimos. La modernidad es un Monopoly donde el hombre no es el jugador, sino la mercancía, el bicho que habita el inmueble de renta antigua que las corporaciones compran, trocean y revenden a Airbnb. Hemos conquistado una época en que lo grande no contiene a lo pequeño, porque son de distinta naturaleza. La riqueza no contiene a la pobreza, la posesión no contiene a lo poseído. La diferencia no es una cosa de cantidad, sino de calidad, así que ambos términos se desprecian. Poco a poco, las clases sociales se han vuelto impermeables. No hay movimiento vertical. Los ricos son cada vez más ricos, y los pobres más pobres. La clase media vive en una celda oscura a la que todos los días llevan comida y agua. Se la pasan por la gatera, como al Abate Faría. No está obligada a nada, sólo a cumplir su condena y, si es posible, a sobrevivir como motivo publicitario.

La sociedad tiende a convertirse en parque temático, pero creo que sería más propio decir en museo. En los parques temáticos existen accidentes, contradicciones, cierto dinamismo no justificado. La gente compra hamburguesas y los niños se mean en las macetas. En los museos sólo pueden darse robos, que es de lo que se trata. Todo visto en televisión, y explicado en YouTube. El individuo moderno es un náufrago de La medusa. Loco, convaleciente, moribundo, sumido en falsas esperanzas, haciendo señales al infinito… El individuo sólo encuentra en su buzón cartas del censo electoral y anuncios de pisos caros. Tuvo un falso imperio en la cultura, pero desde hace decenios le están diciendo que la cultura está vacía, es onerosa, no compensa, porque lo que predica es inalcanzable. Esa es la razón por la que le atrae tanto el universo: es desconocido por naturaleza, porque no tenemos capacidades para auscultarlo , no por las mentiras que nos cuentan sobre él.

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