Preguntas al progreso

Tengo ante mí el libro que publicó Lin Carter en 1969, El origen de El Señor de los anillos, cuando en España aún no se había traducido ni editado nada de Tolkien. No se sabía quién era Tolkien, aunque tampoco quién era el Amadís de Gaula. Quizá el Cid sí, porque el Cid parecía la sombra de Franco, o al menos era tan verosímil como Franco. El Cid nunca luchó contra dragones, ni contra endriagos ni vestiglos, al contrario que el dictador. Recuerdo el interesante trabajo filológico que hizo Carter con la tradición épica y fantástica inglesa, o anglosajona, reconstruyendo los puentes necesarios hacia el concepto de fantasía que Tolkien rescató para conformar su obra capital. Comenzó con la épica griega, la de Homero, y siguió con los cantares de gesta escritos en las lenguas vernáculas de toda Europa: el Beowulf, El cantar de los Nibelungos, La chanson de Roldán. Y, por supuesto, las Sagas escandinavas. En todas esas épicas, excepto en la española, la fantasía era algo que producía una “interrupción de la incredulidad en el lector”, en palabras de Coleridge. Es decir, el lector se creía a pies juntillas que Sigfrido mataba a un dragón, con la espada que perteneció a Héctor, y se bañaba en su sangre, lo que lo llevó a ser invulnerable. También, cuando leemos a Tolkien, creemos en los orcos, en los elfos y hobbits, en Gandalf y en el Señor Oscuro.

            El señor de los anillos es la crónica de dos hazañas: la de los reyes e intendentes que comandaron ejércitos contra la maldad, y la de Frodo Bolsón, que fue capaz de arrojar al Monte del Destino el Anillo Único, que representaba el comienzo, la razón y el final de la guerra. El libro de Tolkien es la crónica de esos dos sacrificios. Digo todo esto porque actualmente también se están llevando a cabo varias guerras en el mundo. Ya he repetido que hay algo en el hombre que debería impugnarse, porque contradice buena parte de lo que debería ser. Actualmente asistimos a la guerra de Gaza y a la de Ucrania. Son las dos más famosas; sin embargo, hay otras muchas. En todas ellas algo ha interrumpido nuestra credulidad, no nuestra incredulidad. No sabemos qué hacer con el hecho de que ocurran, así que no las creemos, no oímos -además- lo que ocurre en Sudán, Yemen, El Sahel, Etiopía, Birmania… Nuestro estupor es paralizante, quizá por culpa del progreso. Son temas que se agotan poco a poco en los telediarios, porque la audiencia, por pasiva que sea, es más importante que las noticias.

            Si tuviéramos que crear paralelismos entre el bien y el mal que se enfrentaron en la Tierra Media y el de ahora en los telediarios, diríamos que las guerras actuales están rodeadas de indiferencia. ¿Somos capaces de concienciarnos más que en la fantasía de Tolkien? ¿Menos? Otra pregunta que habría que hacerle al progreso. Sólo apuntaré lo que me parece esencial en esos paralelismos: en la Tierra Media Sauron luchaba por resucitar, por volver a ser. En Rusia y Gaza se lucha únicamente por tener, por un espacio que no es vital, el mismo por el que luchó Hitler. Se lucha por soberbia, para demostrar que el que tiene menos dinero es el otro. Se lucha, además, contra gente desarmada. La guerra de Tolkien era más justa: los buenos estaban con el bien, los malos con el mal. Ahora todo se perpetra en plena confusión. Nos hacen creer que el bueno es malo, y el malo bueno, así las atrocidades pasan más inadvertidas. Nadie sabe quién las comete. Ese es el motivo por el que a una matanza se la llama guerra. ¿Progresamos realmente en el paso que damos de la fantasía a la realidad?

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