El nuevo espectador

Los cambios producidos en la mujer y el hombre actuales han sido originados desde fuera. No son una tendencia, sino un estímulo. Suele decirse que las ciencias han avanzado, en el último siglo, mil veces más que el arte, que el humanismo. El humanismo no ha avanzado desde Platón, sólo se ha desvanecido hasta ser impalpable. El universo, las cosas en apariencia inertes, parecen más vivos que los elementos ligados al carbono, que son los que definen, precisamente, la vida. Sin embargo, lo que menos ha evolucionado ha sido nuestra comprensión, la forma en que lo aprehendemos todo: la individualidad. Nuestra epistemología, es decir, nuestra capacidad para conocer e interpretar lo que descubrimos, va muy por detrás de lo que descubrimos. El hombre es, en relación a su capacidad de incorporar el conocimiento a su vida, un dinosaurio. Quizá nos hemos extinguido hace tiempo, y la naturaleza nos ha sobrepasado sin que hayamos podido evitarlo. El meteorito de 2032 sólo vendría a clavar los clavos de nuestro ataúd. Sin duda, hemos de lamentarlo.

            El hombre es el culpable de todo ello. Hace 18.000 años salía a la naturaleza y, al volver, reconstruía, en la bóveda de Altamira, lo que había visto. Necesitaba asimilarlo, ponerle color, buscar esos pigmentos y sacar de sus ojos las imágenes de los antílopes que acababa de ver, para representarlos en las paredes y las bóvedas. Ahora enarbolamos el teléfono móvil y les hacemos una foto. Sólo estamos obligados a ser notarios de lo que no vamos a recordar después. Somos hombres sin memoria, meros espectadores o, más claramente, nuevos espectadores a los que no les está permitido percibir. En la Revolución Francesa, en la Independencia Americana y en la Revolución Rusa las injusticias que se presenciaban crearon un oleaje en la conciencia, igual que piedras arrojadas a un estanque. Ahora somos únicamente un auditorio. Lo que vemos no implica que tengamos que actuar, aunque merecería que actuáramos quizá con más razones que en 1789, 1775 y 1917. Nos reímos de todo, incluso nos reímos como actitud crítica, hacemos memes para memos, pero sabemos que eso provocará en los demás sólo cierta complicidad no a la hora de actuar, sino de estar atados.

            Hiperconectados, con los ojos metidos en el móvil como metemos las lentillas en su caja, sufrimos algo parecido a una crucifixión. Nos harán lo que quieran, nos anularán… Nosotros sólo podremos sacar una foto. Hemos venido al mundo para eso. Ese es el nuevo espectador, el espectador impotente, pero con carta blanca para exhibir todo lo que cree que ha vivido. Hemos asimilado esa conciencia de nuestra incapacidad para cambiar absolutamente nada. No podemos, porque ya mirar no supone nada. Y estamos condenados a mirar. Lo de ayer de Trump y Zelenski, lo de Israel, lo de Ucrania. Para los que lo presenciamos estos hechos resultan tan distantes como la alineación de los siete planetas. A medida que pasa el tiempo, nuestra conciencia está más lejos de nuestros brazos. Vivimos para conservar, por eso el mundo se ha vuelto conservador. La tecnología nos está educando para que sólo fotografiemos, hagamos bromas y, cuando realmente queramos atestiguar una injusticia, lo hagamos en las murgas del carnaval. Así, otros se reirán con nosotros. Aprendemos con tutoriales, y moriremos sin saber que hace ya tiempo que estamos muertos.

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