Representantes y mediadores

Hace unos días volví a ver una de esas películas que muestran la verdad a un mundo de indiferentes: Ultimátum a La Tierra, no en la versión original (1951), dirigida por el genial Robert Wise, sino en la de 2008, una adaptación algo descafeinada, aunque digna, de Scott Derrickson. Hay un momento en la película en que el extraterrestre Klaatu quiere hablar con los representantes de La Tierra -suponiendo que son los funcionarios de la ONU-, para advertirlos de que el resto de las civilizaciones que rodean el planeta Tierra no va a permitir que el hombre acabe con ella, pues no le pertenece. Entonces la doctora Benson, la científica que lo salva de los manejos del gobierno estadounidense le dice: “No nos representan”, y en lugar de a la ONU lo lleva a hablar con un premio Nóbel de Física, llamado Dr. Barnhardt, que se suma a la doctora para persuadir a Klaatu de que el hombre sólo afronta sus errores cuando se ve acorralado por las consecuencias. Lo que me parece ilustrativo de la película es lo que da por sentado la doctora Benson: que la ONU no puede hablar en nombre de la humanidad. En cualquier sistema, por democrático que sea, nuestros representantes no nos representan. Es algo que al parecer todo el mundo tiene asumido, algo que nadie duda. Creo que la frase la asume, sin darle demasiadas vueltas, todo el que ve la película, sin preguntarse por qué esto es así. Simplemente es así. Es decir, existe algo en los procesos de representación, en cualquier sistema electoral, que desconecta al elegido de la función para la que ha sido elegido.  

            Responder a esta cuestión, aclararla, es una de las preguntas que debería plantearse cualquier democracia. Cuando se forma un parlamento, una organización compuesta de representantes, se origina una separación ineludible entre éstos y los representados, de modo que los representantes pasan a ser actores, o herramientas. Supongo que es algo que aprovechan todas esas corporaciones y grupos de presión que invierten dinero en la política para crear un vínculo entre los legisladores y sus intereses. Ahí aparecen los oligopolios (en España, las compañías energéticas y las grandes entidades bancarias), pero también organismos que necesitan la política para mantener el control. Un claro ejemplo de estas injerencias es que la presión fiscal no recaiga mayoritariamente en esos beneficiarios, sino en los asalariados, es decir, en la mayoría de los electores. No obstante, el verdadero problema no está en este persistente atentado a la proporción, sino en el concepto de representación, en qué tipo de elecciones se producen en las democracias, y qué resultado arrojan. Lo primero que aparece tras una elección política es la desconfianza ante la política y los políticos. Por diferentes razones, el representante obedece a sinergias que nada tienen que ver con las ideas que manifestaba antes de llegar al escaño, por ejemplo, aunque a menudo sean sus propias ideas. La política es esquizofrénica.

            Insisto en que el fenómeno no se explica sólo porque el sistema político abra la puerta a intereses espurios, sino por el método cuyo resultado final es la propia representación, y por quienes optan por ese método. En este país, cuando alguien se convierte en portavoz, mediador o representante empieza a ser tentado por elementos que lo separan de su función y le sustraen una independencia falsamente supuesta. ¿Por qué? Una pregunta ingenua que sólo podría contestar el líder de Spectra, el foro de Bildelberg o esa moderna masonería compuesta por los pocos nostálgicos de la socialdemocracia que quedan en el mundo. O quizá Platón, o Sade. Quizá el tío Gilito. Da la impresión de que no elegimos, cuando votamos, nada que tenga que ver con nosotros. Claro que el hombre se hace a todo.

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