Memoria

Las preguntas que se hace todo el que ha nacido en otra época, es decir, las mujeres y hombres que aún no han perdido cierta perspectiva, que saben que el tiempo va más allá del episodio de la serie que estamos viendo, hacia el futuro, y viene de un pasado que ha dejado una tradición en nuestras manos, son las siguientes: ¿Qué quedará de lo que llamamos presente? ¿Estamos creando, generacionalmente, un acervo de recuerdos? ¿Habrá recuerdos en el futuro? ¿Habrá una posteridad? ¿Una cultura? No son preguntas sobre la memoria, sino sobre lo memorable, porque la memoria se ha disgregado en un montón de memorias, incluso esas que se publican para que los pocos que leen sepan que quienes las escriben no tienen nada que decir y, por tanto, que ya no merece la pena poner los ojos sobre ningún libro. ¿Podemos acceder a vivencias que sean memorables? ¿Tenemos a nuestro alcance la decantación, el poso que nuestras vidas necesitan para, antes de morir, alegrarnos o arrepentirnos? ¿Existen momentos de felicidad lo bastante representativos como para que se fijen en nuestra memoria?

            Estamos perdiendo la capacidad de dar significado a los recuerdos. No la necesitamos, y no nos preocupa no necesitarla. Lo poco que retenemos lo retenemos a costa de una continua, azarosa y caótica repetición. Somos un estereotipo. La tumba donde nos entierren será una tumba sin nombre. Eso tampoco nos importa, si creemos vivir en un simulacro de intensidad. Quizá no recordar sea la auténtica felicidad. Volvemos al animal, que siente la muerte y no le preocupa. El animal no es conservador, porque nada tiene en la memoria. Dejar la vida no le reporta nostalgia. Poco a poco, el mundo que habitamos está aboliendo la memoria. Ya no habrá libros de historia, porque la historia se reescribe, es un eterno y falso presente. Tampoco los periódicos sirven para recordar, porque lo que aparece en ellos es una actualidad cocinada para las masas, que no tienen memoria. Ahora odiamos las élites, odiamos al hombre que no se ha convertido en pieza, en simple componente de una especie, de un grupo. Odiamos, sin justificación, que sea él mismo, si es que en realidad lo es.

            La cultura es ya inaceptable. La hemos convertido en alta cultura, porque además de obligarnos a tener memoria nos obliga a asumirla, a ponernos en el lugar de Madame Bovàry, o de Aliocha Karamazov, o del doctor Moreau, o del capitán Nemo. Todo eso es memoria, porque es memorable, no lo que aparece ahora en esos espectáculos ofertados, siempre ofertados, por el “capitalismo cognitivo”, donde hay que admirar a unos cuantos niños sin alma, cantando en programas de televisión como si fueran cabezas parlantes que imitan a intérpretes consagrados, más repetitivos aún que ellos. Se invierte en que perdamos la memoria, porque si la tuviéramos tendríamos que compararnos con referentes que ya no conocemos, con los que no nos identificamos, como don Quijote, aunque en el fondo copiemos su vida sin saberlo. No tenemos memoria. No dejar huella en la vida, en la comunidad: en eso consiste ahora la felicidad.

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