Inventar la realidad

La política, y todo aquello que la mantiene en ese escenario al que nadie puede subir, hace años que lleva haciendo lo que ahora nos prometen los algoritmos: fabricar una realidad en la que sólo entre lo que deseamos, es decir, nuestras carencias, nuestras utopías. Los políticos prefieren no lidiar con la sociedad que dirigen, al menos con las capas de esa sociedad que más dependen de lo que ellos deciden. La política sabe que nada puede hacer en esa realidad. Se ha inventado otra: la que aparece en los medios de comunicación, porque están comprados; la que aparece en las redes sociales, porque en ellas sólo la gente feliz le hace fotos a lo que ve y a lo que come, es decir, la gente que muestra su felicidad para llegar a fin de mes. La realidad que nos enseñan es otra, no la que contiene problemas irresolubles, la de los jóvenes que en Madrid o Barcelona, o Badajoz o Cantimpalos quieren comprarse una casa y trabajar para ganarse la vida. La realidad que la política muestra es una realidad competitiva en la que nadie tiene las condiciones requeridas para luchar por lo que desea, pero podría tenerlas. Sólo podría. Se trata de una realidad en la que nadie se libra de la enfermedad, pero recibe una buena subvención por padecerla.

            Esta compraventa de utopías hace tiempo que se utiliza para convencer, pese a que la sociedad española está cerrada a cualquier convicción. Se va a votar, se hacen manifestaciones que parecen desfiles de reinonas, se dan donativos a las ONGs, pero sin convicción. Cuando votamos, votamos contra los partidos que no nos gustan. Es mejor esto que sentir decepción ante los que dicen representarnos. Cuando nos manifestamos, lo hacemos por nostalgia, porque cuando éramos jóvenes nos manifestábamos, aunque las manifestaciones sigan siendo inútiles. Y cuando damos donativos lo hacemos porque es la única forma de crear la ilusión de que ayudamos a alguien, a una mujer o un hombre, o a muchos, que no conocemos y nunca conoceremos, pero que satisfacen esa necesidad nuestra de no parecer indecisos ante el mundo. La política ejemplifica nuestros esquemas mentales, igual que un algoritmo, y nos mete en esa barraca de espejos que se mantiene en pie porque unos sufragan los beneficios de otros, y el Gobierno saca tajada de todo para sostener un bien común que nadie sabe dónde y cuándo se manifiesta, igual que el fantasma de Felipito Tacatún.

            Hay un síntoma inequívoco que nos dice que, en efecto, vivimos en una realidad inventada: todo el mundo -políticos, clase media, ricos, pobres, jóvenes y viejos- es refractario al análisis. Nada puede probarse, porque nada se ve. Los debates no debaten nada. Las discusiones no discuten nada y las noticias no informan de nada. Todos hablamos de dinero, única y exclusivamente de dinero. Quizá no lo tengamos, pero sin duda tenemos derecho a él. La vida lo tiene guardado para cada uno de nosotros en un Fort Knox propio e intransferible. Pronto, la inteligencia artificial nos llevará a una reserva, como a los indios americanos, donde podremos recordar las praderas antaño repletas de bisontes. Será una experiencia ideal. Eso sí, sin visitas al matadero.

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