Pasar del 31 de diciembre al 1 de enero supone casi siempre una recapitulación, porque nos damos cuenta de que en el año que acaba hemos cosechado más errores que aciertos. No hay que arrepentirse de nada, como proponía Edith Piaf, pero me parece más interesante analizar el replanteamiento que los errores o los aciertos. Un error puede suponer una experiencia, y un acierto no deja de ser un tipo de suspicacia. Sin embargo, el replanteamiento, por regla general, supone una rebaja en nuestra idea de lo que somos, o de cómo podríamos mejorar. Me explico: mucha gente que debería haberse portado mejor con su pareja, lo que hace es apuntarse a un gimnasio, y otros que no han conseguido aprobar las oposiciones de notario, o de inspector de hacienda, suelen suscribirse a las entregas por piezas que Planeta, por estas fechas, pone en los quioscos para construir el Ferrari. Quizá esto quiera decir que no nos sentimos capaces de cumplir nuestros sueños, y hemos de conformarnos con que los cumpla el gimnasio al que vamos, o la editorial Planeta, cuyas cuentas de resultados nunca estarán a la altura de las expectativas, por más quincalla que venda.
A principio de año, quien no ha leído un solo libro se propone leer quince al mes, quien no ha ahorrado un solo euro se plantea hacerse rico, aunque sea invirtiendo en la compra de las únicas casas a que puede aspirar: las del Monopoly. La evaluación que hacemos de nosotros mismos tiene que ver más con el porvenir que con el pasado, y eso da más entidad al azar. Creemos en las posibilidades de una forma que no deja espacio a lo que somos, a lo que podríamos conseguir con nuestras capacidades. Es una idea que va imponiéndose, una especie de concepción mesiánica que atribuye a algunos la posesión, por nacimiento, de un poder capaz de forjar el destino. Poco a poco, desatendemos lo más importante: la posibilidad de dejar de competir con los demás por alcanzar metas materiales e iniciar un camino de crecimiento exclusivamente personal.
Los tiempos que vivimos nos devuelven al determinismo. No podemos actuar sobre nuestra vida ni sobre lo que pasa en el mundo. Es una idea peligrosa, porque nos convierte en piezas de un engranaje, en esclavos. Frente a ello, creo que habría que empezar por las verdaderas conquistas: descubrir la queja, el desacuerdo con la realidad tal como aparece. Hay que retomar el derecho a ser infelices, en las redes sociales y fuera de ellas. Así invertiremos esa tendencia al determinismo, a lo que viene impuesto sin que podamos cambiarlo, y seremos capaces de buscar otros sentidos en nuestras vidas, incluido el del fracaso. Si no aceptamos estos devaneos vitales, esta ruta estrambótica que es la vida, sólo nos quedará, cada principio de año, montar semana tras semana el Ferrari de Planeta. Pero cuidado: a veces se pierde un tornillo, o varios. A los tornillos les gusta perderse.