El Día de la Marmota

Casi nada cambia en este país. Los casos de corrupción, la judicialización política, aunque los tribunales no puedan solucionar la política que se hace, porque están igualmente politizados; la mediocridad, la falta de un proyecto de país que tampoco puede consensuarse, porque lo único que persiguen los partidos es el poder, o sea, apoderarse de los impuestos para repartirlos entre los suyos. Nada cambia. La democracia ha traído una degradación parecida el inmovilismo. No existe una dinámica que ilusione a los hastiados, que somos la mayoría. La izquierda y la derecha se atacan, como si no fueran lo mismo. O se defienden, sin saber que son víctimas de su propio reflejo. Hemos caído en un cansancio que se sobrepone a la vida diaria, porque en España asistimos a una política hecha sólo para políticos.

            Quizá en Europa esté ocurriendo lo mismo, quizá el auge de la extrema derecha sea producto de un fracaso ante el cual el pueblo emite sus advertencias. En España todo eso da igual. Si este país fuera una cacharrería, la política sería el elefante. Habría que seguir confiando en la política pero, ¿por qué los políticos no nos dejan hacerlo? ¿Qué salida tengo si ninguno de los candidatos me representa? ¿Hay que votar por obligación? ¿En defensa de qué? ¿Cómo librarnos de políticos que están ahí representando intereses de enormes lobbies económicos? ¿Cómo cambiar esta forma de hacer política? ¿Adónde ir a buscar políticos honestos, aun sabiendo que todo el que es honesto jamás llega, salvo excepciones, a un nivel en que puede ejercer esa honestidad? El sistema los segrega y, si no lo hace, los inutiliza. Evidentemente, no creer en la política tiene sus peligros. ¿No los tiene creer en ella? ¿En la que se hace actualmente?

            En España vivimos, desde hace cuarenta años, el Día de la Marmota. Todo se repite, y esa repetición eterna se nutre de pequeñas variaciones, porque ha habido etapas en que todo parecía que iba a cambiar, y nunca lo ha hecho. La lucha política ha constituido siempre una lucha de intereses que nada tienen que ver con el bien de la mayoría. Quizá sea ese el problema: que todo político es un hombre de paja puesto en el Parlamento para que aquellos a los que representan mantengan sus beneficios. Ahora bien, el pueblo no paga beneficios, sólo paga sueldos, buenos sueldos, aunque no lo suficientemente buenos para que los políticos no lo traicionen, y opten por convertirse en otro tipo de intermediarios. Es posible que ese sea nuestro gran problema, el de la ambición. El hombre es ambicioso por naturaleza, por eso habría que exigirles una nueva naturaleza, en este país, a los que van a gobernar. Si no, siempre gobernarán otros. Los mismos.

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