La vivienda: un estado de gracia

Para tener un lugar donde vivir, en España, hay que declararle la guerra a la avaricia. Así, con grandes letras. Tanto los que compran para invertir como los que han pagado el piso durante medio siglo creen que aquellos a los que se lo vendan han de tener o mucho más dinero que ellos, o han de sufrir infinitamente más. ¿Acaso no sería justo? Estamos adquiriendo los valores del puritanismo, del calvinismo, que estaba convencido de que los elegidos por dios, los predestinados al cielo, recibían en vida la riqueza, como garantía de esa elección. Los Estados Unidos y el In God we trust son buena prueba de ello. Por tanto, la adquisición de un jodido estudio que más bien parece un trastero, o una grillera, tiene para el aspirante algo de estigma divino que él percibe como existencial, sobre todo si no gana más que para comer y, pasando muchas carencias, para hacer la copia de llave del lugar que nunca llegará a poseer. Ni siquiera puede optar por el alquiler, porque da la sensación de que no tener donde caerse muerto requerirá pagar una renta para toda la eternidad.

            Sin duda, hay soluciones a esta política de purgatorio, pero ningún partido quiere proponerlas. Simplemente, esas soluciones impiden a los poderosos obtener los beneficios deseados, a pesar de que la vivienda sea un bien de primera necesidad. Más aún, ni siquiera tendría que ser un bien, pues el esfuerzo que acarrea está muy por encima de las compensaciones que otorga. Sin embargo, esas soluciones existen, y no se trata sólo de expoliar a las hormigas, liberando suelo. El problema de la vivienda en España es de orden abstracto, especulativo, y tiene más que ver con el legado que vamos a dejar cuando vayamos al inframundo. De pronto, todos quieren sacar más beneficios de lo que el propio mercado suele determinar. Si hay algo inherente al ser humano es la codicia. ¿Por qué ganar únicamente el triple de lo que invierto, si además puedo hacer infelices a unos cuantos? Como el problema es especulativo, además de moral -algo que jamás admiten los fondos buitre-, las soluciones deberían ser del mismo cariz. Pero como la generosidad no puede imponerse por decreto, quizá si los gobernantes imputaran una mayor carga fiscal a los que compran para hacer negocio, y una menor carga a los que compran por necesidad, el problema disminuiría bastante. Digo esto porque es ridículo cobrarle el 10% de impuestos a alguien que pide una hipoteca para comprar su primera vivienda, y que tiene que pagar intereses por el dinero para la vivienda y también para los impuestos.

            No obstante, los políticos prefieren los parches. Ellos viven en grandes Xanadúes, y lo que más beneficios les reporta es servir de correa de transmisión de los que manejan el dinero. El político en un intermediario vocacional, un tipo que da veintisiete mil millones de euros para salvar Caja Madrid y además le permite quedarse con los inmuebles que tiene, en lugar de venderlos sin interés a los que sólo pueden sobrevivir si tienen cuatro empleos. Las penas de los que buscan grillera en Madrid o Barcelona compondrían un camino de Santiago, una pista americana o un parchís sangriento cuyas casillas las ocuparían la inmobiliaria, el casero, el dueño plenipotenciario, el banco que niega los avales y la familia que tiene que trasegar con ellos. Todos forman parte de un campo de refugiados, unos como centinelas y otros como peregrinos irredentos. La luz de los focos de vigilancia las pagan los últimos, por supuesto.

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