Acabo de leer La clase de griego, una novela de la última Premio Nobel de Literatura, Han Kang, autora surcoreana casi desconocida en el ámbito del castellano, porque apenas se habían traducido sus obras. Una editorial argentina -Bajo la luna- tradujo La vegetariana en 2012 y, ya en España, la editorial Rata, a partir de 2018, publicó algunos otros títulos, como Actos humanos y Blanco. Sólo ahora, tras la concesión del premio, Random House está publicando el grueso de la novelística de esta autora (La Vegetariana, Actos humanos, Imposible decir adiós y La clase de griego), siempre utilizando los textos de la única traductora del coreano al español hasta el momento: Sunme Yoon. Normalmente, sólo leo a los Premios Nobel que no conozco cuando comparto horizontes con ellos. Eso me da la medida de lo que puedo mirar, pero en el caso de Han Kang me he decidido a leerla porque considero la cultura coreana como un hormiguero que puede observarse a través de un cristal puesto allí por los sismólogos. Las hormigas son las primeras que vaticinan los terremotos, pero el caso de Han Kang es extraño porque, a tenor de lo que se dice de ella, se trata de una autora con un simbolismo y una prosa poética muy cercana a la literatura occidental. De hecho, Borges o Platón, o nuestro Buero Vallejo están muy imbricados en la novela que acabo de terminar.
Lo mejor que puede hacerse con un escritor desconocido es no leer los textos de contraportada. Según las contraportadas, a todos los autores habría que concederles el Premio Nobel. El caso de Han Kang es extraño porque, oriunda de la cultura oriental, ha leído en profundidad a escritores muy conocidos en occidente y utiliza muchos de sus cánones simbólicos y temas: las taras físicas, como elementos que quitan al personaje su capacidad de compartir emociones, o el hecho de que la civilización actual haya roto el puente que la unía a la cultura antigua, como clarificadora de las inadaptaciones actuales, son claves en esta novela. La historia se mueve en torno a una madre joven que ha perdido la custodia de su hijo, y que desde adolescente decidió no hablar, abrazar el silencio, quizá ante la evidencia de que en el mundo en que vive la comunicación es doliente, o ficticia. Va a clases de griego clásico porque encuentra en esa lengua una autenticidad que el lenguaje moderno ha perdido. El otro personaje es su profesor de griego, un joven surcoreano que ha absorbido cierta sabia cultural en Alemania, que está perdiendo la capacidad de ver, igual que Borges, y que se enamora de su alumna. La novela es una encrucijada entre dos futuros inciertos, dos posibilidades de incomunicación en las que ambos se contemplan con una mezcla de impotencia y esperanza.
La novela no contiene respuestas, y este es un rasgo a su favor. El problema radica en que a veces parece sufrir cierto desenfoque: el acercamiento de los personajes resulta incompleto, y está contado con una sensibilidad que ante el lector occidental se muestra algo famélica. La perspectiva femenina del texto bordea la indecisión, y su carga cultural, a veces onerosa, es en exceso intuitiva. Frente a estos elementos neblinosos, la novela explica muy bien la incomunicación a la que cualquier ser con sensibilidad se halla sometido actualmente. La verdad no es considerada, y por tanto la sinceridad tampoco. El argumento produce en el lector desasosiego, algo también a su favor. La renuncia a hablar de la protagonista, que se confunde con una incapacidad, es un potente motor a la hora de plantear la distancia insalvable que está desposeyendo de atributos, de cualidades, a la mujer y al hombre actuales. En esta definición tiene mucho que ver la forma oriental de sentir: el desprestigio que en ese mundo alcanza la razón y el apego de la mentalidad oriental a conocimientos que están más allá de la conveniencia o el beneficio material. Existen también elementos recurrentes a lo largo de la narración, que hacen que adquiera una sólida continuidad: la referencia al griego antiguo como lengua muerta, pero más honesta que las actuales; los saltos atrás en el tiempo, sobre todo en la vida del profesor de griego, que vuelve a su cultura -coreana- como un extraño; las gafas, las palabras escritas de la protagonista, más ciertas que la palabra a la que ha renunciado, la hablada… Es una novela recomendable, porque nos pone en contacto con la forma en que otras culturas ven la nuestra. El occidente solipsista, a veces, necesitaría estos ventanucos para darse cuenta de hasta qué punto está alejándose de lo esencial.