León Bloy, un autor imprescindible al que en España ya no se lee, escribió un libro titulado Exégesis de los lugares comunes (Acantilado, 2007), en el que comenta las expresiones que todos utilizamos sin saber por qué las utilizamos, ni saber su origen. Esas expresiones aparecen cuando hay algo que ocultar, o que rodear sin tocarlo, y lo curioso es que se usan en la calle, en las conversaciones, con la misma soltura con que hablamos de los grandes misterios de la creación, es decir, sin saber absolutamente nada de lo que significan. La vida ideológica de este país se articula de esa forma desde hace muchos años. De hecho, nosotros mismos somos así: aceptamos sin rechistar los lugares comunes porque buscamos el apoyo, no la comprensión, de los que caen en ellos igual que nosotros. Buscamos partidarios, no participantes. Buscamos elementos concomitantes, aglutinantes, con los que no tengamos que relacionarnos a través de un debate, porque debatir es profundizar. No conozco a un solo político de este país que haya cambiado jamás de opinión, o haya reconocido estar equivocado. No tenemos una dimensión política sin consignas de partido. Las preferimos a los pensamientos que nos definan. Y eso que los lugares comunes parecen haber sido hechos por la inteligencia artificial: se construyen a base de tópicos y se los convierte en verdades, porque convencionalmente todo el mundo las acepta sin cuestionárselas.
Los utiliza la publicidad, la política y, en general, la mentira, para llegar a lo que ahora se está llamando pensamiento único. Matizaciones, divergencias y excepciones no llevan a ningún sitio, si lo que se quiere conseguir es que el mayor número de personas acepten el mismo arreglo, que es lo que un partido, una facción o un grupo corporativo aspira a conseguir. El ciudadano, el votante no da para más. La izquierda, la derecha, la fe, la tradición, la libertad, los derechos y la propia Constitución son lugares comunes. Son representativos, pero ignoramos sus significados, y estaríamos dispuestos a eliminarlos si requiriesen un simple compromiso. De hecho, el panorama político que nos rodea se basa en dar importancia a lo que no la tiene, así el partido parece más compacto, y sus principios no requieren un debate interno. No hay nada que aportar o discutir. Dentro de la propia política todo ha sido vaciado, y el instrumento más útil para hacerlo es, desde luego, el lugar común, el determinismo de aquello con lo que hemos nacido. Los lugares comunes que más fácilmente se construyen son los que constituyen bloques. La que compone un bloque es gente a la que se la ha eximido de tener que pensar. Es el gran problema de este país: se comulga, no se comprende. No es necesario comprender, porque entonces se corre el riesgo de que el bloque te exilie, o te someta al ostracismo.
Hemos construido un pensamiento político de argumentario, y eso ha propiciado que los portavoces que opinan en televisión parezcan muñecos a los que se les ve los hilos. El señor Óscar López, o el señor Félix Bolaños, o la señora Ayuso, con su pasión diluida en lo que piensa como si fuera demasiada sopa de sobre en muy poca agua, ofrecen una visión especialmente doliente de aquello en lo que sus partidarios creen simplemente por obligación. Tendríamos que renunciar -y denunciar- tanto lugar común, aun corriendo el riesgo de llegar a ser libres.