Desde hace treinta años, Occidente se siente tremendamente inseguro: sus principales gastos -prefiero no decir inversiones, porque es un eufemismo- son la prostitución y la seguridad, si entendemos por seguridad la compra de armas para defensa y también para ataque. Nuestra tranquilidad, que se hallaba asentada desde hacía dos mil quinientos años en la legitimidad de haber inventado la filosofía, comienza a presentar brechas por todas partes. Tuvimos una exigua edad de plata en los años ochenta, en los que la existencia de muchas socialdemocracias en Europa nos dio la falsa confianza de que los derechos que se conseguían iban a ser eternos, que no había vuelta atrás en la conquista de las libertades, pero todo eso se vino abajo con la Guerra de Bosnia. Desde entonces, nuestra supremacía cultural se ha ido al carajo, porque la cultura ya la hace el Ku-Klux-Klan, y nuestra conquista de derechos tampoco vale nada, si hay mil millones de chinos que trabajan a euro por hora.
Así que nos amenazan desde todos los puntos cardinales, y sabemos que no podremos responder a esas amenazas a menos que renunciemos a nuestras libertades y nuestros prejuicios. Los Estados Unidos nunca los han tenido, sobre todo libertades. Son el país menos libre que existe, y en cuanto al bloque del este, las dictaduras china y rusa lo miden todo con el calidoscopio lumpen, al que se le puede dar todas las vueltas que se quiera, y también por las cabezas nucleares, las más amuebladas y las que mejor piensan. Ahora el colonialismo es económico y, según todos los rangos de medición, no lo estamos haciendo nosotros. Por tanto, nos acomete el miedo a la inseguridad, una inseguridad muy cercana: el terrorismo, la inmigración, los virus informáticos, la escuela pública, donde sólo va la chusma, las universidades públicas, donde sólo van los que jamás han asistido a un desfile de Yves Saint-Laurent. Optamos por poner puertas acorazadas en nuestras casas, por comprar de acero la alianza matrimonial, por votar a los que ametrallan las pateras, por ir a misa los domingos y por obligar al gobierno a concertar todo lo que nos gusta.
Porque resulta que de pronto la distancia que nos separa del azar se ha estrechado demasiado. Esa es la cuestión. No se puede controlar todo. La vida es así, incluso para las clases en que los seguros no tienen letra pequeña, y lo cubren todo, y para las familias donde tres drones sobrevuelan siempre por encima de cada uno de sus miembros. Ahora, incluso los que no tienen donde caerse muertos sienten esa mordida de la inseguridad, porque si no jamás cambiarán de clase. Empiezan a votar al partido que siempre los ha despreciado, llevan a sus niños a los coles del Opus y van al quiosco a comprar el periódico, para que los vean, y porque les gusta enterarse de quiénes se sientan en el palco del Bernabéu. Les da por leer Rojo y negro, y utilizan de marcapáginas el sobre de sopa que cenan a la caída de la tarde, para no engordar.