Desde hace un tiempo asistimos, de forma casi habitual, a la muerte de una influencer tras otra, como si la influencia que ejercen tuviera que tener conclusiones trágicas. Nadie las conoce, o nadie a quienes nosotros conozcamos, pero esas muertes aparecen en los periódicos y sobre ellas se forman leyendas urbanas como el mito del club de los 27, o el significado que tienen para sus seguidores. Algunas son asesinadas, otras mueren haciéndose un retrato con el teléfono móvil y otras, finalmente, mueren porque descubren que la fama que buscaban no es la que les concede público que las adora, sino el dinero de patrocinadores. La influencer sale a la calle y no la reconocen, porque por lo general sus seguidores están esparcidos por esos mapas y cartas de navegación donde antes aparecían monstruos marinos y deidades sopladoras. La influencer quisiera recibir un amor más cercano, un amor de feria del libro, donde los que te leen pueden venir con tu texto a que se lo firmes, o los que te odian pueden ignorarte dedicándose a buscar un libro con más importancia, que tenga más profundidad, sentido y autoayuda que los tuyos.
Pero no. Muchas influencers mueren porque el mundo las engaña. Eso quiere decir que se suicidan, aunque en este mundo el suicidio está mal visto. Sin embargo, a los suicidas ya no los entierran en cementerios civiles y, si lo hacen, les da igual. Es decir, su decepción está por encima del lugar en el que el mundo confina su cuerpo y su existencia. La influencer que ha buscado influir, como el propio nombre indica, se da cuenta de que ha buscado entre gente vacía, o gente que el mayor logro al que puede llegar es admirarla a ella, envidiarla. Por tanto, ha fundado en los demás algo demasiado valioso: esperanza. Da consejos sobre barras de labios, sobre zapatillas de deportes, sobre qué hay que ponerse para ir a un cóctel, y al final aconseja sobre cómo comportarse en la vida… Aconseja mediante el ejemplo. Ella es guapa y cuando se pone frente a una cámara repara en que su aura abarca a gente de la que, en realidad, no sabe nada. Entonces da consejos que tienen repercusión en la opinión, en la forma que tienen los demás de ver la vida, aunque no sepa hasta qué punto quienes ven sus vídeos -puesto que su mensaje no podría transmitirse simplemente con palabras, necesita la imagen- toman las mismas decisiones que el agua cuando se adapta a la forma de la jarra.
A veces, la influencer se pone en el lugar de quienes la siguen. Imagina la vida de sus fans, se prueba sus propios vestidos, compra la misma barra de labios, toma una decisión sobre si dejar o no al novio machista, y llega a la conclusión de que también en esa parte de la historia todo el mundo camina sobre una cuerda floja suspendida en el vacío. ¿Dónde está la felicidad que una influencer debería tener sólo por serlo?, se pregunta. Más aún: ¿Por qué los que la admiran no tienen ni idea de los sacrificios que hace para ser el espejo en que los demás se reflejan? ¿Sólo es dinero? ¿Para eso trabajo? ¿Por dinero? ¿Soy útil a alguien? ¿Es posible ser útil, renunciando al sueño de ser inmensamente feliz? ¿Dónde está esa felicidad que nos provoca caminar sobre el vacío? ¿Habrá que arrojarse desde lo alto del Burj Khalifa, en Abu Dabi? El problema es que si eres influencer no te dejan entrar, porque saben a lo que vas. Qué desilusión.