Banalidad

Cuando llegó internet, esa nueva iglesia, se pensó que iba a conferir un universo a la comunicación y, por tanto, a la verdad. Podrían difundirse las grandes ideas, e iniciarse un debate universal que nos condujera a divulgar la cultura y llevarla a todos los estamentos sociales. Esto nunca ha llegado a producirse. Las grandes ideas se han quedado en Kafka, al que ya nadie entiende. Sólo se comunican datos, y hemos llegado a la conclusión de que todo lo que plantea ideas se queda sin público, y es evidente que el público -para el orbe económico que inauguró internet- es mucho más importante que la propia comunicación. Actualmente, y lo estamos viendo, sobre todo, en el ámbito educativo, todo tiende a una banalización de lo que antes todavía tenía el más mínimo resquicio de complejidad. Esto lo ha hecho el corporativismo, a través de la política. La irrupción de la tecnología en las aulas está siendo la irrupción de la imbecilidad, porque la estupidez es lo más rentable que existe. De hecho, hay alumnos, y gente de todo tipo, que no sabe que existieron Shakespeare, Ibsen o Einstein. Viven como si lo que los mass media ponen a su alcance fuera la culminación de lo que puede aprenderse, pero no es más que un conjunto de argumentos que han tenido éxito. Antes había teatro, por ejemplo, ahora sólo hay musicales. La música convierte ideas en simples emociones. La música sólo se disfruta, no hay que pensarla, al menos la música que ahora se hace. Wagner construía historias, Bad Bunny sólo borra encefalogramas. Hace pocos años podíamos comprar una entrada para presenciar cualquier drama del siglo XX: Beckett, Orton, Albee, Williams. Ahora nos condenan a musicales de éxito, a versiones extraídas de cualquier género: El guardaespaldas, Tarzán, Grease, Billy Eliott, El rey león, Fama, Chicago, Los miserables, El fantasma de la ópera, Mamma mía, Matilda… ¿Es posible ver en Madrid algo que no sea esto? Pregunta retórica. No llegamos a las ideas, pero la música aún suscita algo en nuestra mente, y eso apuntala la idea de que tenemos una mente crítica, aunque sea sólo en apariencia.

            Hemos aceptado un mundo banal. La banalidad se caracteriza, sobre todo, porque mantiene en el exilio cualquier idea que sea renovadora. La renovación es siempre una destrucción, por supuesto. La otra destrucción, la que se hace mediante biotecnología -pongamos la pandemia como ejemplo, que sirvió para eliminar lo sobrante- es el último recurso con que se cuenta, si la idiotez no funciona. La de imbecilidad se ha convertido en el canon. Todos los tipos que salen en televisión, en el cine, en las revistas, son banales. Ese es el canon occidental. Las opiniones son banales, y quienes las escuchan suponen que Ungar, cuando escribía, o Planck cuando experimentaba, o Leonardo cuando pintaba pertenecían también a la sociedad que ahora nos conmueve, o a alguna parecida. Sin duda, lo más banal es lo que se dice en el Congreso de los Diputados. Esa gente no muere de hambre, como los niños de Gaza, cuando pierde derechos. Esa gente se pone a protestar. En España, los diputados son los únicos que protestan, como si sus derechos fueran los más adquiridos.            

            La democracia se ha convertido en un problema, la cultura en otro, la educación ya no deja huellas en los jóvenes que pasan por ella. Los comportamientos se han convertido en estereotipos. La única que todavía nos sorprende es la ciencia, el universo, al que apenas prestamos atención. Aquel párrafo de Carl Sagan, cuando la Voyager 1 hizo una última fotografía de La Tierra desde la órbita de Saturno, se está volviendo una pálida sombra de lo que es el hombre, el político, el estadista, el lector, el amante y el soñador. No nos queda mucha esperanza. Y la solución no es unirse para cambiar el mundo. Unirse ya no sirve de nada. Lo importante es que el mundo no nos cambie a nosotros.

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