Estamos en un país extraño, un país que ha cambiado en muy poco tiempo, aunque tal proceso se ha dado siguiendo a otro que iba en una dirección bien distinta, hacia la democracia. El primer síntoma de ese cambio ha sido el paulatino desprecio que los políticos han demostrado por la gente normal. Desde que acabaron con el 15-M, desde que el 15-M traicionó sus propias ideas, seguramente por inexperiencia, la política siempre ha sido aliada de los poderosos, fueran los políticos del partido que fuesen. Hay que pensar que el espacio político presente es el último estadio de la transición. Las familias franquistas que mandaban se han convertido en los adinerados que ahora mandan, y eso ha sido aceptado por la democracia de una forma inexplicable: ha restado fuerza a cualquier proceso de transformación, y cuando digo transformación me refiero a búsqueda de la equidad. La política actual, cuando promulga leyes justas, como la protección de las mujeres de la violencia de género, las hace sin medios, es decir, sin justicia: las mujeres siguen muriendo, y las fuerzas del orden son incapaces de controlar las tobilleras que el juez ordena colocar.
Últimamente hay algo que hace que los legisladores y mandatarios no conecten con la mayoría de los ciudadanos. Pienso que el problema estriba en que se trata de la mayoría, simplemente. Se supone que es esta mayoría la que tendría que ser la destinataria de las leyes, pero no sólo para que la desplumen a impuestos. De hecho, las leyes que emanan del parlamento parecen, cada vez más, ecos lejanos, extrañas psicofonías que al final despiertan presencias demasiado terroríficas, como en las casas encantadas. Se han eliminado las pequeñas distancias entre la mente del estadista y el corazón del ciudadano que vive en las calles. Ahora las distancias son enormes. Se acaba de celebrar el Día de la Hispanidad, que supuestamente conmemora la unión entre dos mundos. No voy a comentar lo que supuso esa unión para nuestro mundo y lo que supuso para el otro. Eso lo saben todos, menos los que han montado el desfile militar que se celebra en el Paseo de la Castellana. El espectáculo con el que celebramos la implantación en América de nuestro nacionalcatolicismo todos los años resulta impresionante para quienes lo ven. Más publicidad. Más apariencias. Un desfile extraordinario y aburrido hasta la náusea. Otra forma de que todo siga como está, que es de lo que se trata.
Mientras tanto, no hay forma de hacer cumplir las leyes, aunque sí de celebrar que eso no resulte evidente. Si no hay forma de hacerlas cumplir, pronto no será preciso hacer leyes, y pronto las sancionarán los únicos a los que les gustan las que hay: los oligopolios que se reúnen con los políticos de todos los partidos en las comisiones del Congreso. El ciudadano sufre durante periodos de cuatro años lo que acaba de votar, da igual la tendencia que gane. El español, cuando piensa en España, termina encontrándose con el miedo a las guerras civiles. Es como aquellos hombres del 98, sobre todo Machado, y más tarde los novecentistas, que profetizaron la que hubo, igual que profetizaron su resultado. Lo dijo Galdós en sus novelas de tesis: cuando en España se enfrenta el tradicionalismo con la justicia, siempre gana el tradicionalismo. El desfile del Día de la Hispanidad es toda una diversión pero, si se trata del encuentro entre dos mundos, deberíamos volver al Desfile de la Victoria. Todo estaría más claro.