La era de la incomunicación

A medida que se han desarrollado, tecnológicamente, los artefactos que supuestamente iban a comunicarnos, más solos estamos y menos vínculos humanos mantenemos entre nosotros. Hemos apostado todo a una comunicación basada en la transmisión de caudales gigantescos de información. Eso ha supuesto cerrar las puertas al acercamiento personal. En ese esquema no cabe la persona que, sola en su casa, necesita un canal, sólo un canal para decir lo sola, o desamparada que se siente. En otras palabras, podemos comunicar, no decir, ni expresarnos. Del cuadro tradicional de los factores de la comunicación ha desaparecido el receptor. Ninguno de los medios con que contamos para lanzar mensajes al mundo, o recibirlos, va a librarnos del suicidio. En eso consiste la era de incomunicación que padecemos. Sólo se comunica la gente feliz, los desocupados, los que lo hacen para ganar dinero, los que no tienen conciencia, ni el sentido de la soledad que los demás padecen. Sólo lo hacen los que no tienen nada que decir.

            Nuestro aislamiento es cada vez mayor y más evidente. Hemos perdido el concepto mistérico de la vida. Lo hemos fiado todo a la ciencia, a la historia, y nos hemos encerrado en un cuarto oscuro, como el hombre de Alcatraz, que sólo podía hablar sinceramente con un pájaro. Empezamos todos a tener el síndrome de Francisco de Asís. Los individuos de esta sociedad, cuando abandonan sus ordenadores, donde no hay más remedio que ser hipócritas, tienen que sincerarse con sus perros y gatos, que son los únicos capaces de responder a las necesidades humanas que tenemos encerradas en mazmorras.

            No hay duda de que hemos cambiado calidad por cantidad. Y eso ha propiciado que nos quedemos solos, rodeados de una multitud de gente que no nos comprende. Hoy ha aparecido en el periódico una declaración de Álvaro Pombo: “Vivir sólo a través de los libros es de una tristeza insoportable”. Pombo sabe bien lo que dice. En efecto, es triste escuchar sólo a los muertos, pero sospecho que son más humanos que los que andan por la calle a nuestro lado. La falta de narratividad del hombre moderno no es trágica, sino ridícula. Hemos renunciado a poder contar lo que nos ocurre como lo que somos. Mujeres y hombres. Exceptuando a los que queremos y nos quieren, nos estamos quedando sin gente con la que hablar de una forma sincera, sin emplear expresiones manidas y vacías, algorítmicas, dejando fuera fórmulas que nadie comprende y volviendo, simplemente, a lo que queremos decir. Cada uno de nosotros estamos convirtiéndonos en el hombre de Alcatraz. Menos mal que tenemos libros, y que nuestros perros todavía nos comprenden.

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