La divina cocina

Antes había cultura, ahora hay cocina. Son los cocineros que salen en la tele, presentando sus tutoriales, los que más se acercan a algo que casi todos podemos compartir, algo que desde hace poco tiempo se ha dado en llamar cultura popular. La cultura popular no existe: el pueblo no sabe, decía Ortega en otro momento de la historia de España. Sin embargo, una vez abolida la alta cultura, derogado el debate profundo, lo único que nos queda sobre lo que podamos hablar es el fútbol y la cocina. En cualquier caso, lo de la cocina hay que matizarlo. No se trata de una refundación de la cultura popular, sino de un simple remplazo de la cultura que hemos perdido, o resignado. La gente podría leer, o hablar de cine, pero los medios y las amistades se empeñan en la cocina. No la cocina, sino algo mucho más abstracto e inalcanzable: recetas de cocina. Hay cientos de horas a la semana en televisión, cientos de revistas, miles de tutoriales de internet en los que un señor que, ataviado con el extático hábito de un juez o un catedrático, nos muestra cómo debemos hacer un guiso de garbanzos, o un milhojas de salmón, o una ensalada de judías con marisco. Me resulta bastante cómica la posición que están adquiriendo esos conocimientos. Es como si aquel libro sobre qué había que saber de la cultura, para no parecer un ignorante al iniciar una conversación de negocios con un japonés al que no conoces, o con un yanqui de la Motown, especialista en coches de ocho cilindros, aquel libro se hubiera convertido en el libro de recetas de Arguiñano.

            Habría que marcar algunas salvedades. Precisamente a la gente que jamás entra en una cocina es a la que más le gusta este tipo de programación. Se trata de una especie de nostalgia de lo que nunca se ha hecho, ni va a hacerse. Lo mismo que cuando se lee una novela fantástica. Cada vez comemos más fuera de casa, o pedimos más comida a los restaurantes, que nos trae un motero flaco y barbudo con una mochila que parece un taquillón. Hemos perdido los fogones, pero echamos de menos lo que nos hacía pertenecer a la civilización de nuestros padres y abuelos, o a un remedo de lo que fue esa civilización. Estamos perdiendo la cultura, pero nos queda la artesanía. Es como el que no entiende la ópera y tiene que ir a la zarzuela. Los pasos con que se elabora una receta son casi los mismos que aquellos con los que se crea una ecuación, una fórmula, un argumento o una teoría del conocimiento. O una sinfonía. O un rascacielos. Y al menos están a nuestro alcance.

            Desde que llegó el apagón, la comunidad que conformamos ha de relacionarse, definirse, encontrar identidades comunes de alguna manera. En la mesa de un velador, delante de un plato de comida basura, preferimos hablar de cómo se hace la tarta Sacher a plantear por qué Madame Bobary no se lo dijo a su marido, en lugar de tomarse el arsénico. Al menos, por la tarta estamos seguros de que van a admirarnos. No es imaginable poner la televisión para que nos hablen de Iván Karamazov; sin embargo, el minimalismo con que nos dicen cómo hay que picar el perejil, el virtuosismo con que lo pican en esas encimeras que parecen circos de tres pistas, y la complejidad con que se confecciona una salsa… Todo eso es pura estética. Todo nos fascina, porque también eso es tan inalcanzable como un libro de Schopenhauer. Si quisiéramos realmente confeccionar uno de esos platos, tendríamos que abrir el recetario, comprar los ingredientes, añadirlos y cuidar de que el sofrito adquiera su sazón, presentarlo y servirlo a gente que sepa apreciar nuestro trabajo. No tenemos tanto tiempo, ni tanta pasión, ni un público que lo merezca. Lo mejor es, por tanto, pedir una pizza mediana, porque ya sabemos que lo que ocurre en un programa de cocina es tan falso como lo que vemos en un plató de película pornográfica.

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