Simulacros

La apreciación es recurrente, y se da todos los años por estas fechas: cada vez estamos más interconectados y, pese a ello, más solos. Eso puede tener varios significados. El primero es que nada de lo que nos llega de los demás, nada de lo que los demás proponen, inaugura una comunicación personal. En el mundo que hemos creado, seguimos siendo desconocidos. En otras palabras, la tecnología ha sido planteada para eso: para alejarnos unos de otros del modo más íntimo posible. La razón quizá sea que lo que se persigue con ello es crear un nuevo tipo de incomunicación que no lo parezca. Lo que somos vuelven a plantearlo otros. De nuevo, el medio es el mensaje. El segundo sentido a que me refiero supone que la única forma que tenemos para ponernos de acuerdo, el diálogo, ya no existe. Sin diálogo no hay puntos en común. Todos somos Robinson Crusoe. Nuestra única fortuna será encontrar un amigo, un amor, un proyecto al que llamaremos Viernes, y que será tan falso como las palabras que pronunciemos cuando nos dirijamos a él.

            Vivimos en un simulacro. Somos simulacros de mujeres y hombres. El mundo en el que vivimos es otro simulacro. Cuando nos ponemos al frente de una pantalla, de cualquier pantalla, hablamos con una multitud que no existe. En cuanto a la soledad, la que sufrimos es muy especial. Cuando alguien muere y la noticia de que ha muerto aparece en las redes sociales, la reacción de mucha gente es la incredulidad. La muerte no existe colectivamente, y ya no somos capaces de pensar por nosotros mismos, desde nuestra individualidad, igual que personas perdidas en una isla. La felicidad es otro simulacro, así que ¿cómo no va a serlo la muerte? Se trata de un mundo en el que tampoco existe la memoria ni, en realidad, la política o la sociología. Hasta las constantes sociológicas han desaparecido, porque se las han apropiado los que las han impuesto, aquellos a los que conviene que el hombre esté, en realidad, desconectado.            

Así que hemos iniciado una nueva era, la de la soledad. La mujer o el hombre hipermoderno, es decir, el contemporáneo, sólo tiene a su perro o a su gato si quiere una relación que lo llene. Los perros y los gatos nunca formarán parte de las redes sociales, pero sí de la isla en la que vivimos. El olvido, es decir, la capacidad de no existir ni haber existido nunca, se está convirtiendo en un verdadero refugio. Ni los realmente poderosos dejan huella en este nuevo mundo. Pronto, nadie consultará la Wikipedia. No será necesario, porque seremos incapaz de recordar nada que no esté perpetuamente en la pantalla.

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