Desde la Revolución Industrial, y gracias a economistas ingleses y norteamericanos que han amasado con barro a unos pocos personajes parecidos a Trump, el progreso de un país tiene que medirse sólo con el listón de la macroeconomía. España va bien si, pese a que muchos jóvenes ganan 800 euros y gastan 1000 en el alquiler, los accionistas e inversionistas obtienen los beneficios que deben, según el riesgo al que someten su dinero. Ese riesgo les da un valor moral que hace que la sociedad entera, y por supuesto ellos mismos, vean bien hasta qué punto si ellos ganan, ganamos todos. El accionista, el inversionista son personajes que se mantienen donde están gracias a otra figura, seguramente la más falsa de la sociedad española desde que entramos en Europa: la plañidera. Una plañidera es un personaje contratado y pagado para llorar en los entierros, para pregonar a los cuatro vientos las buenas cualidades que acompañaron al muerto durante toda su vida y lo acompañarán durante toda la eternidad. Una plañidera es alguien que dice que quien muere no merece morir, o que quien es rico no merece dejar de serlo. Normalmente, las plañideras son políticos que, de pronto y según un fenómeno que habría que explicar con una ouija, se convierten en consejeros de grandes empresas estratégicas, las que más ganan, para llorar en las entrevistas que les concede la prensa de su misma cuerda y explicar que los que están forrados también sienten las penas que mostraba la novela sentimental.
De estas entrevistas provienen los grandes titulares que explican los abismos de la economía española. Si a la banca, a las eléctricas y a las energéticas se les imponen impuestos, entonces las plañideras denuncian el estado de indefensión a que está sometido quien tiene que pagarlos. El accionista, el inversionista, que nunca trabaja, pues trabaja por él el dinero que ha heredado, siente que el mundo se le viene encima si ha de pagar un 2% adicional. Entonces llama a la plañidera para que diga que las políticas fiscales no pueden estar decidiéndose en un bazar, o que los impuestos no hay inversor que los resista. Las conclusiones son evidentes: es de mejor ver que los impuestos los pague el que trabaja, no el que arriesga para ser más rico. Esta nueva reivindicación de la figura del personaje dickensiano de Mr. Scrooge, el santo patrón de la CEOE, se ha convertido en la mayor aspiración de los potentados españoles.
Hay que deducir de todo ello que el derecho natural está también asentado en lo que dicte la economía. En este país el pobre -y cuando hablo de pobre me refiero a alguien que tiene tres contratos de trabajo- sólo puede ser feliz si quien le remunera esos trabajos es un millón de veces más feliz. La economía se ha convertido en un espejo en el que se miran los que no entendieron la crisis de las subprime, y conservan los mismos objetivos a corto plazo. El rico también llora, desde luego, aunque sean otros los que lloran por él. Y al parecer llora porque cuando se construyen puentes, los que los construyen no viven debajo.