Mentiras a la carta

A partir del instante en que dejo el libro que estoy leyendo, sólo oigo publicidad. Esto me ocurre desde hace más de treinta años. Los libros me gustan, y me gustan porque aún cuentan la verdad. La publicidad es, sin embargo, la más ramplona de las mentiras. Tenemos los oídos y el entendimiento abotargados por las mentiras. La propia verdad se está convirtiendo en una apariencia. Empieza a sonar como un anuncio repetido del que sólo saldremos siendo mujeres y hombres nuevos, es decir, rompiendo con todo. El FMI dice que somos el país que más crece, macroeconómicamente. Ese crecimiento nada tiene que ver con que nadie pueda alquilar una casa o con que no haya becas para los pobres que quieren cursar estudios universitarios. Es decir, los atlantes que soportan sobre sus hombros el enriquecimiento de los muy ricos son los asalariados, los treintañeros que viven en casa de sus padres y los que se compran un coche de quince años porque los nuevos son como vellocinos de oro, o cajas de Pandora, en el peor de los casos. Ahora todo es macro, incluida la mentira. Los que viven en la realidad tienen sólo una microvida a la que no pertenecen, porque no encuentran las llaves para salir fuera de las estadísticas. Todos los puntos de vista a que tenemos acceso son algoritmos manejados por agentes plenipotenciarios de bolsa, como el Juez Dredd.

            Ahora resulta que Google va a echar mano de la IA, como si no fuera ya una naranja mecánica, algo que fluctúa entre lo que buscamos y lo que él, Google, cree que queremos comprar. Antes nos servía la publicidad a espuertas, ahora va a hacerlo sin tener que decir que es el día de los enamorados, o el aniversario de Hiroshima -por lo cual nos inducirá a que cambiemos el microondas-, o el de Sir Edmund Hillary, el primero que pisó la cima del Everest, para que tengamos que subir a las más altas cotas de la miseria, o alquilar una limusina que nos lleve a ellas. Buscar en Google será como aquel verso de Mallarmé que decía que un golpe de dados jamás abolirá al azar. El azar dictará el tipo de ocio que tendrás que contratar, o a qué tendrás que suscribirte. Serán, eso sí, mentiras a la carta. Las únicas que vas a creer. Cada cual se merece la suya, y será una forma de teología. Pronto habrá que conservar en la biblioteca personal -aunque sea la de Borges- los libros que uno haya ido comprando, que son de papel, incorregibles sin que se note, e inamovibles, porque la IA terminará mezclando todas las obras de creación para que también los destripaterrones puedan escribir páginas sublimes. Será un nuevo tipo de genialidad, porque nadie sabrá en qué consiste ni de dónde viene. A partir de ahí, la verdad y la mentira, lo esencial y lo superfluo, lo blanco y lo negro se mezclarán como en un removedor de pintura y ya no sabremos si alguna vez hubo un pasado en el que la mujer o el hombre descubrían quiénes eran con sólo leer un libro destinado a ellos.

            El ordenador cuántico que han llevado al País Vasco hará en un día lo que el hombre hace durante toda la eternidad, así que la iglesia perderá su monopolio hermenéutico sobre lo que nos espera. El ordenador cuántico sabrá en cinco segundos si vamos al cielo o al infierno. Al menos, podremos aprovechar el tiempo que nos queda de vida. Lo digo repetidamente: los avances tecnológicos son sólo pasos hacia un control absoluto. Pasos seductores, pero sólo para los que ya están sometidos a cualquier control y lo aceptan. Cada vez somos menos libres, aunque esa carencia de libertad estará investida de comodidad: no habrá que leer, ni trabajar, ni observar. Sólo se nos ha dado alejarnos de nuestra conciencia, para que otros la moldeen y nos la devuelvan iguales a todas las demás. El mundo que nos espera será parecido al que mostraba, allá por 1982, la película de Steven Lisberger: Tron. Entonces nos pareció un espectáculo. Ahora se ha convertido en una distopía parecida a la ocurrida en Gaza. Es una de las mentiras que hemos elegido. Ya somos víctimas de ella.

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