Ferias del libro

Por estas fechas se inauguran y clausuran en muchos municipios ferias del libro. Ya no voy a las ferias que presentan ante el público lo que se ha publicado durante el año, porque en ellas suelo descubrir que no me interesa la literatura actual. Prefiero ir a las ferias del libro de ocasión, donde firman Dostoievski, Kafka, Wilkie Collins o Stevenson. En las otras, ante los libros que más se venden me hago siempre la misma pregunta: ¿escribir en un país donde las preferencias de la gente son estas? Aunque a todo autor le guste vender, es evidente que no habría que escribir para un público que sólo compra. Ya no se habla de libros, sino de qué libros son los que se venden. Lo ideal sería que la gente, en las ferias, le preguntara al autor por lo que ha escrito, no que quiera hacerse fotos con él. Estoy convencido de que hay que escribir para quienes no lo saben todo de sí mismos, para quienes se hacen preguntas, y escribir con objeto de compartir esas preguntas, no para reproducir la felicidad estereotipada y vacía que ahora está de moda y, en realidad, no pertenece a nadie. Las ferias del libro actuales -está a punto de inaugurarse la de Madrid- son basureros, como el Mar de los Sargazos, donde no hallaremos un solo experimento, una sola línea contra el stablishment editorial o mental. El poder, el mundo siempre salen ilesos. No es que tales ferias me produzcan asco. Es otra cosa. Es la inhóspita desazón que se siente al entrar en un callejón sin salida.

            Lo he dicho siempre: el problema está en un público que no exige una explicación del mundo. Entiendo a la persona que compra un bodrio para entretenerse. Podría comprarse un parchís, pero compra un libro. De acuerdo. Lo que no entiendo es la relación de esa persona con lo que todo libro debería ser, porque el mundo es tan tremendista que uno no puede vivir pasándole la mano por el lomo. Decía Kafka que no habría que leer un libro que no te mordiese. Si no muerde, es mejor no leerlo. Por eso, parece que los autores que actualmente venden cantidades prefabricadas de libros han tenido que sacrificar algo para llegar a eso, algo que esencialmente no debería abandonarse cuando se escribe. Alguna vez he soñado que la gente que compra libros ha tenido una educación que le ha enseñado qué buscar y a amar lo que busca, gente que necesita la palabra escrita porque es la que ilumina el lugar en el que vive, y también lo que ella misma es o no es. Habría que ir a la feria del libro porque lo que se vende en ella te muerde. Habría que ir a enamorarse o a insultar. Pero, claro, eso sería el síntoma de pertenecer a una sociedad con cierto nivel, sabia, crítica, con conciencia de aquello que cada hombre o mujer tendría que saber antes de morir. Pero la educación hace mucho que renunció a ello.

            Así pues, las ferias del libro me deprimen. Muy pocas novedades son esperanzadoras, aunque las hay. Hubo un momento en que Faulkner vendía, en que Joseph Roth o Stefan Zweig vendían, en que los Mann vendían, porque había una minoría que estaba interesada en lo que predicaban, una minoría que surgía en todas partes. Esa es la que forman los lectores que ponen condiciones, que no se conforman con lo que les dan los bestsellers. Esas minorías nos parecen ahora enormes, multitudinarias, cuando observamos los libros que se compran y quiénes los compran. Cuando vamos a la feria a adquirir un libro nos parece que lo que nos dan es siempre una cuenta de resultados. Las editoriales no invierten ya en inteligencia, es más fácil explotar la ignorancia, el salvajismo de aquello que preferimos no saber. Pronto la ignorancia tendrá su día del orgullo. La gente saldrá a desfilar con el teléfono móvil pegado a la boca con cinta aislante, porque ya no será necesario decir ni una palabra.

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