Muertos vivientes

Los muertos vivientes, o muertos andantes, forman parte ya de nuestra iconografía popular, muy marcada por el cine. Desde La legión de los hombres sin alma (1932), y Yo anduve con un zombi (1943), hasta los naturalismos escalofriantes de George A. Romero y Darío Argento, los zombis han creado en nuestro inconsciente colectivo una figura que resulta tan comprensible que nos da miedo. En algunas de estas películas, los familiares muertos se levantaban e intentaban comerse a los que seguían vivos. Cualquiera podía transformarse en muerto viviente, es decir, en alguien que no está vivo, pero tampoco es un difunto completamente inerte. En alguien que hace cosas, pero no las comprende, alguien que obedece una orden que da la propia naturaleza, al margen de costumbres, moral o inclinaciones.

            El espectáculo moderno, el de las imágenes, ha rescatado a los zombis y vuelve a exhibirlos. Nos definen demasiado. Hemos sido siempre zombis. Nos movemos, pero no sabemos hacia dónde, ni por qué. Votamos, pero no sabemos a quién. Luchamos por vivir bien, pero ignoramos el precio que hay que pagar por ello. Perseguimos el éxito, y nos preguntamos por qué el éxito es un éxtasis que nunca satisface. Vivimos en una democracia, pero nunca reparamos en los hilos que vienen de arriba y acompañan nuestros movimientos. Muertos andantes. Una vez escribí una novela donde calificaba la democracia como el edén de los autómatas, el paraíso de los que se mueven cuando alguien pulsa un botón, por caminos que sólo quien lo pulsa sabe dónde van. El demócrata es, esencialmente, un zombi. Alguien que ha renunciado a tener alma, que no puede cambiar nada, ni sublevarse, ni pensar a contrapelo, porque lo que vale es la mayoría y, cuando aglutina a una mayoría suficiente, descubre que no es suficiente, porque se comporta como un rebaño.

            Por eso nos seducen tanto las películas y las series de los Walking dead. Somos muertos a los que el sistema empuja hacia los que tienen las pistolas. La libertad es un modo brutal de saciar el hambre, o de que nos acribillen. Sólo consumir nos atrae, y hacia el consumo vamos andando sin voluntad. Satisfacer esa pulsión nos realiza, y no sólo consumir productos manufacturados. También votar, comulgar, jugar a videojuegos, disfrazarnos en las redes sociales, salir a cenar, gritar en la Eurocopa, ver series para disminuidos intelectuales y leer libros que nos cuentan la vida de la gente guapa, y a pesar de ello inteligente. Somos muertos vivientes e hiperactivos, como los que duermen de día en el libro de Matheson: Soy leyenda. Dormimos de día, mientras trabajamos, mientras cuidamos de nuestros hijos, y volvemos a la vigilia de noche, que es el momento del ocio, de los deseos, de soñar lo imposible. Nuestros movimientos van por delante de nuestras posibilidades. Somos ciclópeas frustraciones. Con perdón.

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