El imperio de la falsedad

Sigo sin explicarme por qué, una vez llegados al mundo al que aspirábamos, vuelven las crisis existenciales y las enfermedades mentales, como en las posguerras europea y española. La literatura ya no sirve como luz que nos alumbre, porque ya no tenemos tiempo para leer, y el arte tampoco, porque sólo se pintan cuadros si hay millonetis que quieran decorar sus cuartos de baño. ¿Y la televisión, el pan y el circo, la religión de nuestra época? Tampoco me explico qué le falta a la televisión, a las redes sociales y a los smartphones. Quizá sea, poniéndonos pesimistas, que les sobra todo lo que son, y eso que ofrecen muy poco, pero no me atrevería a afirmarlo con demasiada seguridad, porque seguramente alguien me tacharía de reaccionario. ¿Entonces? ¿Por qué se suicidan las influencers? ¿Por qué todos habitamos una cueva llena de ovejas en las que termina por presentarse un cíclope, o un político, que termina devorándonos? En efecto, pese a que todo lo que nos conforma sea absolutamente falso, seguimos preguntándonos quiénes somos, por qué no somos felices, en qué momento perdimos el camino que nos conducía hacia aquello a lo que aspirábamos en la vida.

            Las respuestas están ahí fuera, pero son tan evidentes que resultan invisibles. Todo el mundo las sabe, pero ocurre igual que con la ley de la gravedad: nos hemos resignado a no poder cambiarla. Sin embargo, habría que hacer una nueva política, una nueva economía, habría que fundar otra igualdad y otra cultura que sí pudiese aparecer, como lo más natural, en la televisión y en las redes sociales. Sobre todo, una nueva educación que no se impusiera a quienes no están interesados en ella, atentando así -también- contra la libertad de quienes la aman. No sería una merma de derechos, sino una condición natural. También la justicia tendría que ser menos especulativa, una justicia que comprendiera hasta donde puede comprenderse. En una sociedad así la autoridad sería una exigencia personal, no habría que imponerla. Y el talento sería proporcional a las preguntas que formulase, contando con que las respuestas tendrían que darlas los que leen y los que admiran los cuadros -reales o virtuales- que plantearan esas preguntas. Las noticias las redactarían gente con cuatro dedos de frente, gente libre, y daría igual que existiesen o no paredones, porque la culpabilidad o la inocencia los justificarían.

            Mientras tanto, vivimos en una maqueta construida a medias, donde la verdad y la mentira son intercambiables. ¿Qué clase de felicidad puede proporcionarnos algo así? Más aún: qué clase de seguridad, en la que cada cual pueda llegar, siquiera encaminarse, a donde quiere. Quizá somos demasiados para ser felices. Quizá sea que hemos creado una sociedad en la que para que unos pocos vivan como quieren ha de existir un número desproporcionado de desgraciados, de inapetentes o de prisioneros. Quizá sea que la raza humana, que ha conquistado un papel inmerecido en el mundo, no puede renunciar a su autodestrucción. Habría que recordar lo que dijo Carl Sagan cuando el Voyager 1 mandó aquella foto de La Tierra, desde más allá de Saturno. No somos más que un punto azul pálido. No somos nada, no poseemos nada, aunque creamos que Putin y Natanyahu tienen razones para repetir hasta el infinito la historia de siempre.

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