Cada vez es más difícil oponerse a algo, porque resulta que casi toda oposición es ideológica. Antes era posible oponerse a que construyeran una refinería en los lugares donde habías pasado tu infancia, pero ahora esa oposición está teñida de elementos políticos, porque la infancia es socialista y la madurez, añosa o no, ha pasado a ser una edad donde imperan los intereses, sobre todo materiales. Si de viejo uno no se convierte en materialista es porque ha sido siempre un inmaduro. De modo que tal es el sinsentido de la ideología, sobre todo si es política: que uno tiene ideas, pero son propias, y nunca podrán ser representadas por un tipo que ha escalado puestos en un partido, o por todo un partido, que es una multitud de copistas de argumentario. Los partidos se comportan como los gorilas en el Congo, aquellos que estudiaba Jane Goodall: hay un líder que fornica con todas las hembras, mientras el resto de los machos lo miran, bastante mohínos, o se apartan para leer a Nietzsche. Es imposible poner lo que uno tiene en la cabeza, es decir, sus ideas, casi siempre llenas de originalidad, en manos de una organización así. Eso solo se hace cuando hemos dejado de ser personas y nos hemos convertido en simples cantamañanas, con todas nuestras etiquetas pegadas en la maleta, en una de las caras, por supuesto, porque si no pareces más chaquetero que una veleta en el cabo de San Vicente.
Los partidos saben que la ideología es lo más fácil de fabricar, no porque aquellos que los votan necesiten una ideología, sino porque necesitan esa facilidad. Si lo que piensas difiere en algo de lo que fabrica el partido, has de enfrentarte a una decisión de transcendencia: o votas sólo aquello en lo que estás de acuerdo, que es algo que el sistema electoral no permite, o dejas de ser tú mismo y tragas con la totalidad de la política que haga durante cuatro años, aunque seas un limitado simpatizante de cómo va a repartir el dinero, que es de lo que se trata. En España, por otra parte, el lienzo en el que se borda la política es bastante basto, y las bordadoras utilizan el punto de cruz, que es un bordado que podría hacerse con la misma azada con la que se abren los surcos de los garbanzos o se parten los caleños. Ningún paisaje prerrafaelista saldrá del bastidor, a lo sumo uno de esos pollos de alas puestas del revés que llevan las banderas rojigualdas. Así que, si se ha leído a Hobbes, a Leibniz o a Hume, la ideología se convierte en un torrente que no puede ser contenido en esos capazos llenos de agujeros.
Habría que preguntarse, entonces, qué hacemos en España con lo que pensamos sobre la sociedad. Es como entregarle a un rinoceronte del zoo una frágil bombilla que contiene la pobre luz que hemos sacado de nosotros mismos. Las soluciones no son muchas. No nos queda más remedio que dársela al que pensamos que no la va a romper, aunque tener cinco minutos esa idea en la cabeza es tan arriesgado como creer que en un Real Madrid-Atlético va a ganar el Atlético. En cuanto a votar al que menos nos disgusta, es igual que ir al casino de Montecarlo y poner todas las fichas sobre un número que no sea el de James Bond. Sin embargo, estos son los vodeviles del votante en España. Cuando se convocan unas elecciones hay que recitar aquellos versos de mi querida Anna Ajmátova: Allá lejos/ en el corazón de la taiga profunda/ llevan mi sombra al interrogatorio.