No sé si el hombre, desde Platón, ha dialogado alguna vez. Si no es así, al menos suele fundar sus relaciones en algo parecido al diálogo, que se supone que es una conversación que requiere honestidad y respeto. El propósito por el que se dialoga viene después. Históricamente, el diálogo dio como resultado el siglo de Pericles, o la invención de la tragedia, o la aceptación, durante el puritanismo, de la existencia de ricos y pobres, aunque a veces esa aceptación haya terminado en algún diálogo más que hiriente: el de la guillotina, por ejemplo. Pese a ello, y ya en el siglo XXI, a medida que pasan los años el diálogo está a punto de convertirse en un fantasma, en una sombra, o un sueño. Entre los que dialogan, o lo pretenden, siempre hay alguien que no acepta las condiciones, aunque esas condiciones sólo sean la honestidad y el respeto. Sólo se tiene en cuenta el propósito. Hace tiempo que nos hemos descarriado por los caminos que llevan a la honestidad. Demasiados mares llenos de cantos de sirenas. Y en cuanto al respeto, ya se nos hace imposible. El respeto requiere cultura, y la cultura no terminan de editarla en la Wikipedia. Así que casi diría que ambas condiciones, honestidad y respeto, sólo se dan cuando un lector toma un libro, y no cualquier libro. Ahora el diálogo también se convierte en un fantasma cuando el libro sólo quiere entretener al lector, a veces de un modo bastante barato. En esos libros sólo habla el que escribe, y siempre escribe como si jugara un solitario. A veces, al contrario, sólo habla el lector, cuando busca libros prostibularios, consistentes en quedarse quieto y que le hagan todo.
Antes se dialogaba. Ahora el proselitismo, o el maniqueísmo, o la política, o el dinero lo impiden. Todos evitan cualquier condición. Sin embargo, existen muchos espejos de diálogo real en la obra literaria. El diálogo no existe cuando uno quiere convencer a otro. La política ya no produce diálogos. Sólo cuando hablamos con los muertos, a través de la lectura, se establece un diálogo. Los autores vivos no sirven. Excepto raras excepciones, sólo pretenden vender. No obstante, cuando los autores de esos libros que sólo pasan la gorra mueren, el libro entra en una nueva categoría que lo convierte en un vehículo que puede llevarnos más allá de las ambiciones del autor que lo escribió. El diálogo ha perdido la situación que le es propicia, o la voluntad que lo iniciaba, o el propósito para el que era necesario. Sólo quedan fantasmas de lejanas convicciones que casi nunca se corporizan.
En la mayoría de los lugares actuales de encuentro el diálogo no es posible. Sólo están poblados de fantasmas. Por ejemplo, el parlamento, donde el diálogo se inicia para proferir amenazas, como en el Olimpo. O las redes sociales, donde el diálogo ni existe, porque nadie sabe con quién dialoga en realidad, y sólo es posible presumir de lo que no se tiene. De nuevo, para dialogar hemos de recurrir al espiritismo. Incluso en las situaciones más personales, como la de pareja, el diálogo es un espíritu que convierte la casa en una casa encantada. Las parejas siempre habitan casas encantadas, y quizá las más encantadas sean aquellas en las que sólo se dialoga haciendo el amor, como decían los decimonónicos. En esas se dialoga con el silencio, aunque lo que importe aquí no sean la honestidad y el respeto, sino el propósito.