Desde que la democracia llegó a España, no ha habido ni un solo gobierno en el que no hayan aparecido incontables casos de corrupción. Política y corrupción son inseparables. Quizá habría que preguntarse si la corrupción forma parte de la condición humana, o sólo de la política. Sospecho que es una pregunta que no tiene respuesta. Todos los políticos son humanos, pero sólo unos pocos humanos se dedican a la política. No obstante, es ahí, en la política, donde se concentran los casos más claros, yo diría que casi ineludibles, de corrupción. La democracia consiste en tentar a hombres que quieren enriquecerse, o que quieren ejercer un poder que no es dictatorial, sino que ha de ser supervisado. Muchos políticos piensan que la política es el verdadero negocio, el negocio por antonomasia. Hay que rendir cuentas, pero no sobre la totalidad de lo que se maneja. Hay que dar explicaciones, pero no todas, y tampoco sobre uno mismo. Murió mucha gente en la pandemia, murió en soledad, murió indefensa, y fue enterrada sin que la familia pudiera seguir la trazabilidad de los cuerpos, ni mantener ningún ceremonial que no fuera clandestino, mientras muchos se enriquecían vendiendo mascarillas muy por encima de su precio, que ni siquiera protegían.
Hubo gente, a menudo amparada por la política, que contempló en aquel genocidio una fuente de ingresos. Quizá habría que abolir la política, y que las gestiones gubernamentales las hiciera una máquina. Es el único campo en el que no va a aplicarse la inteligencia artificial. Esa inteligencia ya se usa en el Congreso de los Diputados para hacer que la verdad suene como un meme. Sin embargo, quizá una máquina pudiese eliminar la ideología. No existirían inversiones ideológicas basadas, por ejemplo, en la libertad de algunos padres para educar a sus hijos como serafines con tarjeta de crédito. O inversiones que impidieran a los menesterosos conseguir las mismas tarjetas. Que la ideología la pagase cada cual. O que no la tuviera. Yo podría vivir sin principios, si eso me ahorrase un dinero que podría gastarme en utopías, aunque fueran inalcanzables. Tendría principios en mi ámbito privado, y pagaría impuestos para que hubiera servicios para la comunidad. Sabemos ya que, en realidad, un referéndum es sólo elegir a quien quieres que te decepcione. Por eso, hay algo en la política que atrae sólo a los que están dispuestos a vender lo que eran cuando tenían cinco años. Lo decía Schreber, en sus Memorias de un enfermo de nervios: la verdadera paranoia es la de los poderosos.
Ahora salen los casos de los oportunistas de las mascarillas. Se comerciaba con ellas desde un despacho. Los que las compraban en China y las vendían aquí nunca llevaron la mula del carro de la peste que recogía los cadáveres, en aquel libro de Defoe. Ni subieron al techo del reactor 4 de Chernobyl para arrojar el grafito radiactivo hacia abajo. El político siempre se salvará. Nunca será un liquidador, ni un soldado, ni un policía. Lo elegimos para que envíe a los demás a la muerte, o a la indigencia. El político es el único que olvida el sufrimiento de los demás. Se le paga bien por ello, pero nunca se conforma con un sueldo, por eso se corrompe. No, la política tiene algo de ilícito. Apela sólo a espíritus capaces de saltarse las reglas que ellos mismos escriben. Además, hay algo irrenunciablemente malvado en seguir las órdenes que les dan sus superiores, sobre todo porque la mayoría de esas órdenes están justificadas por la indiferencia. La indiferencia es sagrada cuando hablamos de política. Me han dicho que algunos políticos incluso han superado a Maquiavelo. Claro. Maquiavelo no era demócrata, el pobre.