Hace días publiqué una entrada en la que expuse las relaciones entre la sociedad en que vivimos y las cárceles de Piranesi. Contemplamos, así, una sociedad en la que un solo vigilante puede mantener bajo su control a un enorme número de personas, o a todas. Es justamente lo que pretendía la revolución tecnológica: que usted no sea libre, que haya alguien -lo sepa usted o no- que lo vigila. Creo que está claro que si lo controlan a usted, si lo escuchan sin que usted lo sepa, le impiden ser libre. El único que no es controlado es aquel que no está conectado, pero esa situación es, para los que vigilan, desdeñable: si no está conectado, usted no tiene voz. Por otra parte, la conexión es otra forma que tienen de anular la voz de cualquiera, porque pueden reaccionar contra lo que averiguan de usted. Todo está atado, y bien atado. Saben lo que hace y, si quieren, lo mantienen a usted en silencio. Ahora es muy fácil. No se necesita orden judicial. Basta con pinchar su teléfono y acceder a su correo electrónico. Basta con intervenir su router desde cualquier punto de la red. ¿Se trata de un delito? Qué más da, si tienen los medios y nadie va a enterarse. No crea usted lo de la seguridad, la encriptación y todas esas mentiras. Quizá a la mayoría de las personas eso le da igual: no tiene nada que ocultar. Más aún: paga con su privacidad, y sabiéndolo, un acceso al sistema. Pero el sistema no es de quien lo utiliza, es de quien lo establece y lo mantiene.
¿Quiénes son los que ejercen ese control? No creo que sea necesario decir que quienes ostentan -o detentan- el poder. En cualquier democracia, esa distinción es cada vez más equívoca. Quienes están arriba, con los impuestos que pagan los sometidos a vigilancia. Todo poder se ejerce contra quien no lo tiene. La única forma de ejercerlo es contra la libertad de quienes no lo tienen, lo sepan o no. Todo poder que controla a los demás, es decir, que les quita parte de su libertad, suele tener su origen en una actitud de soberbia que, en realidad, empequeñece ese control y vuelve mezquino a quien lo ejerce. Porque el control no debería llevarse a cabo en una sociedad libre, pero se lleva. Ese poder se ejerce sólo porque se tiene. En eso consiste la soberbia y la pequeñez de quienes tienen la voluntad de servirse de él. El poder no nos hace más grandes de lo que somos. Está ahí fuera, al parecer, para sacar de cada cual lo peor de sí mismo.
Así que, pese a que usted no lo sepa, puede que sean otros los que están escribiendo su vida, aunque sea impidiéndole que la escriba usted mismo. Esto ocurre cada día, y no sólo en los dramas carcelarios. De hecho, la realidad va pareciéndose cada vez más a uno de esos dramas. Tenga usted una conciencia política, si prefiere perder el tiempo, vote a partidos que jamás van a representarlo. Convénzase de que vive en un estado de derecho. Tenga una conciencia social, una idea de cómo debería ser la libertad. Crea firmemente que las cosas se pueden cambiar. Piense que es usted dueño de su destino. Pero esté dispuesto, igualmente, a encontrar un microchip en el hardware de su existencia que no debería estar ahí.