Curiosamente, el colonialismo ha dado suficientes pruebas de que es lo que mejor representa a la modernidad. Siempre se reinventa, como la belleza de las mujeres. Siempre existe una versión que lo salva del deterioro. Desde la guerra del opio, el colonialismo se ha renovado hasta llegar a sus últimas caras: las franquicias, el modo de vida hollywoodiense y el ansia de montarse en una patera para ser como los blancos que tienen limusina. Este es un colonialismo inverso: la iniciativa la toman los que quieren formar parte de la nación que los invade. Las tres son formas de conquista, es decir, formas coloniales. La guerra dejó de servir en Vietnam, y tampoco sirve en Ucrania, así que ahora se emplean técnicas en las que lo que impera es la publicidad. El pueblo conquistado adquiere las costumbres del conquistador sin darse cuenta de que es una forma de simbiosis. La simbiosis es, actualmente, el síntoma más determinante de que un país ha caído en manos de otro, de que su gobierno es un títere impuesto por otro país y de que su pueblo tiene otros gobernantes. El colonialismo actual es económico, pero también de ideas y hábitos. Cuando King Kong cae del rascacielos, lo que realmente nos sorprende es el propio rascacielos, la ciudad que lo contiene y el tipo de vida que llevan en esa ciudad. No creemos en Supermán, pero sí en la filosofía que lo soporta: aquella que hace que un hombre en apariencia normal, como usted o como yo, pueda convertirse en superhéroe.
Ahora bien, asistimos a una degradación absoluta de los mensajes del capitalismo cultural, si es que la cultura, tal como la entendieron Da Vinci, o Swift o Conrad, puede llegar a ser capitalista. Cuando Scorsese dijo aquello de que en Hollywood ya no se hacía cine, se refería a que ya no se hacía arte, es decir, un cine que mostrara al hombre desde un punto de vista del que no suele verse. No, lo que se hace en Hollywood, lo que ve todo el mundo son versiones de los mismos temas, estereotipos, con un punto de vista que, a ser posible, no incluya al hombre, sino aquello que debe perseguir para que la economía funcione. Este es el verdadero colonialismo. La conquista supone una irrupción en lo que somos. Lo que más me aterra de esta versión del pensamiento único es que todos estamos de acuerdo con ella: los medios de comunicación, el mercado, las artes baratas que ahora son un conjunto de efectos especiales y la obediencia ante todo ese proceso que nos pone ante un mundo en el que tenemos las manos atadas.
Tal visión redundante del todo, de lo que somos y de lo que son los demás, ya ha construido una sociedad en la que la comprensión se queda fuera. No la vemos, porque la capacidad peor vista es la de entender. No existe más que el presente, pero un presente que hay que mirar con anteojeras. Un presente de parque temático. Un presente parecido a un mercado continuo, global. Lo que exporta es la inmediatez. Somos súbditos coloniales de ese pensamiento único. Nos lo inyecta la educación y la propia distorsión de las noticias en el tuétano. Todo con forma de experiencia inmersiva. Desde que existe la IA ya hay ministras digitales, es decir, falsas. A nadie le importa. Nos prosternamos ante un tipo de progreso que nadie hubiera imaginado hace treinta años. Moriremos con los dedos en el teclado, o pidiéndole por WhatsApp a otro muerto que nos envíe su ubicación.