Convivimos con las mentiras como si tuvieran el mismo peso y la misma validez que las verdades. Las aceptamos por comodidad: la mentira no necesita que tengamos una actitud ante ella, sólo que la utilicemos, que la convirtamos en herramienta. Así que la incorporamos a nuestros modos de vida a sabiendas, como si conociéramos a quienes mienten. Luchar por la verdad, incluso únicamente saberla, provoca muchos quebraderos de cabeza. Una de las mayores incomodidades para el hombre actual es tomar decisiones, sobre todo decisiones vitales, porque el hombre actual, frente al hombre renacentista, o al ilustrado, ha perdido el control ético de la mentira. Por otra parte, la verdad ya no conduce a ningún sitio. Benjamin acertó cuando, ante aquella esperanza que proclamó Gramsci, la de que saber la verdad origina una actitud revolucionaria, contestó que la verdad es lo más antirrevolucionario que existe. Estaba en lo cierto: saber la verdad, por muy aterradora que sea, nunca ha echado a la gente a la calle para cambiarla. Por eso ahora vivimos en la era de la posverdad: una verdad que retoma lo que ocurrió y lo convierte ideológicamente en otra cosa, a veces en la contraria. Cuántas películas sobre la Guerra de Vietnam habremos visto en las que los que ganan son los Estados Unidos. O al menos, lo parece.
Esa es la razón por la que actualmente la realidad es una perpetua corrección. El descaro con que se cambia tiene el mismo crédito que la propia realidad, porque todos somos cómplices de lo que creemos, que es lo que aparece en los noticiarios, en los discursos políticos y en las inversiones de medios de comunicación y editoriales. Volvemos a retomar la ficción, como en la literatura. Nos cuentan argumentos y tramas que ya no podemos aceptar, y todo el mundo lo sabe, aunque los acepte. Tales cuentos ya no suspenden nuestra incredulidad, como los que han sido avalados por el tiempo, porque son tan banales, descarados, ideológicos, interesados que, antes de consentirlos, hacemos un jodido meme.
Habría que conseguir una vacuna contra eso, pero no esperemos que Moderna, Johnson o Pfizzer la produzcan, porque la mentira ya les llena las cuentas de resultados con la fabricación de ansiolíticos. De hecho, la mentira beneficia a mucha gente, igual que la desesperanza y el estrés. Somos los monos rhesus de una estrategia que nos obliga a pasar por el manicomio -si queremos seguir siendo nosotros mismos- antes de morir. Quizá la única vacuna sea un nuevo concepto de vida retirada: salir de la granja social, donde nos tienen el comedero en la boca y el saquito en el culo, para cuando pongamos el huevo. Ser críticos, tener un criterio y, por tanto, ser autosuficientes, o casi libres. Escuchar con los ojos a los grandes creadores que en el mundo han sido. Consumir lo imprescindible, abogar por una aristocracia de lo humano, que vuelva a ponernos en contacto a unos con otros. Conservar nuestra voz, no someternos al arresto domiciliario en el que quieren sumirnos. En fin, volver a creer en La Pimpinela Escarlata.