De un tiempo a esta parte, la degradación de lo que antes era cultura está llegando a unos términos irreductibles. Antes se hablaba de libros, de pintura, de figuras que iban tomando relevancia en la política o de gente elegante y con sensibilidad. Los temas no tenían por qué ser inaccesibles, pero se hablaba de asuntos para los que había que haber leído u observado con cierta atención lo que cultivaban los espíritus de vanguardia. Ahora se habla de cocina, disfrazada de gastronomía, que parece que le da a la lechuga el mismo empaque que la zoología a los escarabajos, y además suele hablarse de ello durante una comilona en la que lo único que se pretende es que las neuronas dejen de ejercer su función, y esa función la asuman las papilas gustativas. Es como hablar de Proust leyendo la receta con que se hacen las magdalenas. Otra cosa es lo que acontece en el estómago, porque las papilas gustativas son insaciables, pero el estómago tiene una cabida determinada y llega un momento en que dice basta.
El pensamiento, ahora, sufre una desviación que lo hace pasar por el gusto. No es necesario hablar de política o de arte, que son temas en los que seguramente discutiríamos, y a veces de una forma que rayaría la controversia, porque en la política y el arte hay diversidad de opiniones, en la cocina jamás. Quizá por eso llenar la panza es el único modo en que podemos mantenernos bien avenidos. Así que en las fechas en las que estamos, lo único que hacemos es comer: banquetes de empresa, familiares, de amigos, encuentros de celebración, reencuentros y, por supuesto, reconciliaciones siempre pendientes se realizan a lo largo de ese proceso en el que nos quitamos el hambre sin preguntarnos si no es peor el remedio que la enfermedad. La felicidad pasa por el filtro del paladar. Somos dichosos únicamente comiendo. Hemos resumido el pensamiento en una receta de cocina, o en un programa televisivo donde un señor que sabe que al escabeche hay que echarle laurel nos explica por qué, con la autoridad de un hierofante. Ya no se buscan fórmulas para volvernos invisibles, o para sacar de nosotros al malvado que llevamos dentro. No. Ahora sólo buscamos fórmulas que nos endosen un sobrepeso del que después tendremos que librarnos en el gimnasio, que es un lugar donde tampoco se habla de Schopenhauer.
Me parece sintomático que ahora a todo el mundo le interese la cocina. No sólo comer, sino la gastronomía, una ciencia que cualquiera puede ejercitar, incluso mal, y de lo que cualquiera puede hablar, incluso sin tener que pontificar. Basta con aprender. Aprender es tan interesante como instruir, y hasta proporciona una mejor pose. Lo grave del asunto es que los que conversan en una simple cena -y creo que las cenas se han convertido en sustitutos de la academia y el tabernáculo- son los estómagos. Ni siquiera hay bizantinismo en la conversación. La conversación, simplemente, no se celebra. Decía Balzac que en su época había cierta tendencia entre los intelectuales a hablar de filosofía sólo a los postres. Ahora habría que decir que cuando llegan los postres sólo se habla del propio postre.