El retorno de Piranesi

Piranesi seguramente sea el arquitecto más famoso de la historia. Más que Galileo. Más que Miguel Ángel. No construyó nada, pero imaginó muchos edificios que nadie, después, se atrevió a construir, entre ellos sus cárceles. Las cárceles de Piranesi serían, en la sociedad enferma en que vivimos, el paraíso de los góticos. Contienen plazas monumentales, enormes escalinatas, pilones circulares, hermosísimos fanales. Piranesi fue el primero que nos reveló que, cualquiera que sea la ciudad donde vivamos, vivimos en una cárcel. A partir de sus grabados, el inglés Jeremy Bentham perfeccionó las estructuras panópticas que fundaron los principios arquitectónicos de las cárceles modernas. Panóptico significa que desde un solo punto, normalmente central, pueden verse todas las celdas que hay que vigilar, normalmente perimetrales.

            Piranesi, y Bentham, por supuesto, se han convertido, aunque no lo sepamos, en los constructores de la estructura social en que vivimos. En efecto, habitamos una cárcel, somos prisioneros de una estructura panóptica: existe un solo lugar desde el que los carceleros nos vigilan a todos. Han conseguido que todos formemos a la misma hora, saludemos al cielo cuando pasa el satélite, demos gracias por una libertad que nos mantiene remando en una galera, con los pies y las manos enganchados a una cadena. Piranesi imaginó sus cárceles sin tocar una piedra. No eran cárceles arquitectónicas, sino psicológicas, mentales. Cárceles que no se perciben como cárceles, que crean la sensación de una libertad que no existe, por la sencilla razón de que la hemos elegido. ¿Quién nos vigila? ¿Quién ocupa el mirador central desde el que nos observan a todos? El banco, el jefe, la iglesia, hacienda, el partido del domingo, las revistas del corazón y, por supuesto, Tik Tok y Google. Parecen muchos, pero todos son vasos comunicantes que confluyen en un solo lugar. Si cagas fuera del tiesto, el Euribor subirá, no te incrementarán el sueldo, cuando te confieses te pondrán más padrenuestros de penitencia, averiguarán que no has declarado los veinte euros que te dio tu suegra para pintar el coche, tu equipo perderá, descubrirás que Aitana se ha liado con un gilipollas y ni siquiera te funcionará la wifi.

            Vivimos en las invenciones, o visones, de Piranesi y Bentham. En la cárcel perfecta, vigilada por dos únicos ojos y castigados o premiados por algo parecido a la providencia. Algo, desde luego, inalcanzable e inabordable. Kafka lo vio muy acertadamente, igual que Ciorán, o Dostoievski, o Beckett. Cumplimos una condena que tiene dos características: la primera es que parece una libertad elegida y hasta ansiada, la segunda es que, aunque nos diéramos cuenta de que somos esclavos, jamás podríamos saber dónde está el camino que nos lleva fuera de la sumisión, porque todos los caminos llevan hacia el consumo. Así está planteada la curación de cualquier duda. Las dudas nos las curan. ¿Entonces dónde está la verdadera libertad? Sólo se puede soñar con ella. Para eso está la literatura, precisamente porque es la única que, al menos, puede darnos sucedáneos. Bienvenidos sean.

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