El futuro y el pasado

Llega ese momento de la vida en que el tiempo empieza a significar algo, no por la cercanía de la muerte -la muerte nunca parece lejana-, sino porque la perspectiva con que vivimos empieza a traicionarnos. Esa dinámica es la que nos hace confundir el pasado y el futuro. Por ejemplo, sigo comprando un par de docenas de libros al mes, pero desde hace un tiempo me pregunto si, conforme van acumulándose, lograré leerlos antes olvidar que tengo que leerlos. Son libros interesantes, libros cuya influencia no podré quizá comunicar. Libros que esperan, igual que espejos, en las paredes. Además, hay que sumar las conversaciones sobre esos libros, sobre temas candentes o simplemente actuales. El presente es algo que ha perdido su importancia. No es nuestro. No pertenece a nadie. No podemos apropiarnos de lo que antes era de cada persona, y ahora depende de la mano que coloca las noticias y los temas importantes en las pizarras donde antaño aparecían, en las iglesias de los pueblos, los difuntos. Tenemos tanto poder sobre la aparición de unas como sobre el destino de los otros. Hemos empezado a vivir en un mundo donde nada tiene importancia, o hemos dejado de tener una noción de esa importancia. Lo colectivo esclaviza a lo individual. Todos somos Robinson Crusoe.

            Los elementos generacionales han sido borrados, como si no existiera nada ante lo que podríamos oponernos y, por tanto, ante lo que ser nosotros mismos. La literatura, la música, que son las más sólidas adhesiones del pensamiento, se han vuelto veredas devoradas por la selva. Decía Simone de Beauvoir que los animales no acumulan los signos físicos del envejecimiento, al menos la apariencia de ser viejos. En los animales, esa apariencia no es tan pronunciada como en las mujeres y los hombres. Quizá sea pensar lo que nos arruga la piel, y nos pone al borde de ese muelle bajo el cual las aguas empiezan a ser demasiado profundas y atrayentes. El pasado se convierte en lo único que tiene continuidad. Es nuestro legado a una posteridad que no va a comprenderlo. Pertenezco a una especie de generación de últimos puritanos: creímos en ideas sólidas y puras que el futuro nos está quitando de la cabeza. Decía Flaubert que el futuro es un túnel oscuro al final del cual hay una puerta bien cerrada. Sin embargo, ya el tiempo se ha vuelto de lo más legible, y el futuro nos es administrado en la vena, como un gotero, por quienes lo dictan.

            Un pequeño apocalipsis: es lo que nos espera. Lo vamos a sentir muy pocos. Un apocalipsis personal, lleno de figuras desconocidas y zombis con los que no se podrá hablar. La enfermedad mental será colectiva y, en mitad de una extinción de casi todo, surgirán recuerdos de cuando la gente podía alcanzar cierto grado de felicidad, agarrándose a una forma de sentir el amor y otra forma de superar la lejanía. En un futuro próximo ya no habrá casas a las que enviar mensajes, y los únicos modos de ser honesto, o íntegro, serán inalcanzables, porque no pertenecerán a este mundo, ni a este tiempo. Para imaginarlos, tendremos que leer libros polvorientos, como los de Stevenson, o los de Stefan Zweig. Por supuesto, la nostalgia habrá dejado de existir. Será remplazada por adicciones.

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