Todos los años la feria de arte contemporáneo -llamémosla así, para no caer en la protesta social, ya pasada de moda- llega a Madrid, que hace tiempo que está convirtiéndose en otra feria. Es la clave de la época que vivimos: todo son ferias, celebraciones vacías de contenido donde no se exhibe más que aspiraciones que, por infundadas que sean, se vuelven referentes para los que quieren comerse el mundo. Lo importante de ARCO es que no hay que ir a verla, sabemos lo que vamos a encontrar, y lo mejor es ni acercarse a ella, no porque no nos guste el arte, sino porque lo contemporáneo se está volviendo insoportable. El arte contemporáneo, al menos el que se exhibe en ARCO, produce el mismo efecto que mirar el tambor de una lavadora en la soledad de una lavandería: sólo piensas en las coins que has tenido que to insert en la ranura para lavar la ropa. ARCO nada tiene que ver con un acontecimiento cultural, ni siquiera artístico, por eso quizá sea una de las nimiedades que mejor representan lo que en España se denomina desarrollo. Los artistas que van a exponer a ARCO podrían hacerlo en un plató de televisión, o en un tablao flamenco. ARCO no es más que una plataforma en la que lo que no dice nada se queda dócilmente en silencio, ante la admiración de los únicos que van a comentarlo en los periódicos: los periodistas deportivos y los especialistas en cocina que en el momento de la apertura no tenían nada que hacer, y se convierten en freelances.
Cuando Marcel Duchamp proclamó que un urinario público podía ser una obra de arte; cuando los dadaístas colocaron como único mensaje literario el lenguaje infantil, desprovisto de cultura y, por tanto, de todo lo que la cultura restaba al creador, lo hicieron en respuesta a un arte que consideraban agotado. ARCO es el planteamiento contrario: en ARCO se repite, como si fuera la cadena de montaje de Ford, todo lo que el arte comercial, que normalmente nace muerto, plantea sólo porque da dinero. ARCO es un mercado. Si tiene algo que ver con el arte, sólo los que invierten lo consideran así, por una razón muy simple: es la única forma de que lo que compran adquiera un valor -siempre económico- ascendente. El arte actual, según mi punto de vista, tiene demasiados retos para querer meterse en callejones sin salida, tiene que denunciar demasiada alienación como para alienarse él mismo. ARCO expresa muy bien esa nadería en que vivimos: es un estereotipo anual, es decir, un azote que hemos de sufrir en los periódicos y en la televisión, y que nos disuade de que podría surgir otro artista con la perspectiva de Duchamp, es decir, un pintor o un escultor que, aunque presente mierdas como obras de arte, sabe por qué las presenta.
Por tanto, no hace falta ir a ARCO. ARCO no es más que un estercolero con pretensiones. Todo el mundo lo sabe, así que el arte vuelve a consistir en escandalizar a quienes piensan que el arte debería ser otra cosa. Sin embargo, el arte sigue siendo la culminación de una forma de ver el mundo, y el mundo que vivimos es demasiado barato para representarlo como una simple mierda, o como la Fuente de Duchamp. Quien vaya a ARCO a invertir dinero está bien, pero podría invertirlo más sabiamente llevando todo lo que se expone en IFEMA a los contenedores amarillos de reciclaje. Sería hasta una especie de beau geste.