Cada momento histórico tiene sus tonterías, es decir, costumbres, gustos o percepciones que no llevan a ninguna parte, pero parecen importantes como el meteorito que mató a los dinosaurios. Cierto que muchas de esas chorradas han sido intentos de vender cosas. En cada época todos tendríamos que tener la oportunidad de morir viejos e inteligentes. Lo primero es cuestión de genética. Lo segundo depende de las imbecilidades que llamarán nuestra atención y nos llevarán a perder el tiempo. Las corporaciones, los gobiernos y todos los grandes nombres invierten en eso: en que haya el suficiente número de cosas que son interesantes, aunque no se sepa por qué, para que consideremos que nuestra vida depende de ellas. Si no existiesen esos menhires sagrados, haríamos revoluciones, o intentaríamos ser felices, que es algo que la política y el capitalismo, que son las dos caras de la misma moneda, no pueden permitir. La felicidad es un derroche, mientras la imbecilidad resulta de lo más barato. Es necesaria, igual que respirar o el último modelo de teléfono móvil. En el siglo XVI fueron los sonetos y las mujeres rubias, en el XVII el tinte para el pelo y los primeros postizos, en el XVIII los misales y las fábulas. Sólo en el XIX la tontería inició el camino que nos ha conducido al presente. Es decir, lo que se ponía de moda se podía comprar, y eso ha dado lugar a lo que llamamos tendencia: si uno quiere pertenecer al tiempo en que ha nacido tiene que gastar la mitad de su sueldo, o su fortuna, en lo que compra el resto de sus contemporáneos. Como los más ineptos suelen ser los más ricos, la moda se ha vuelto imprescindible para no parecer lo primero y sí lo segundo.
El XIX puso en boga los folletines de quiosco. Se leía El conde de Montecristo semana a semana, tras esperar en una cola de quinientos metros hasta que te daban el periódico con el fascículo. Dicen que el único al que le salía gratis era a Dumas. Sin embargo, el XX, y por supuesto el XXI, son los siglos más extravagantes a la hora de imponer como elementos necesarios cosas que podrían tirarse tranquilamente a la basura. La isla de las tentaciones, los Javis, Bad Bunny, el reguetón, los triunfitos, los libros que enganchan a todo el mundo y los teléfonos con los que te pasas la vida apartando con el dedo la publicidad y contestando mensajes de WhatsApp donde aparecen iconos pintados por niños de preescolar… La lista es infinita, y llega hasta las cercanías del horizonte. No obstante, todo parece que roza la transcendencia. ¿Qué sería de quien deja de ver series televisivas de 852 capítulos, sólo porque le quitan tiempo de leer a Dostoievski? Seguramente se le sometería a una ordalía, o peor, se sometería él mismo a un estado mental que le llevaría a tomar siete pastillas diarias de Trankimazín, los amigos lo abandonarían y el novio o la novia lo remplazarían por alguien pescado en una página de contactos.
Necesitamos parecernos a los demás. La originalidad, incluida una personalidad propia, se ha vuelto impensable. Produce agravios comparativos. No obstante, las salidas son tortuosas. No hay vías de escape. A uno lo aporrean si enciende el teléfono, o la televisión, o habla con los compañeros del trabajo, o entra en la iglesia, con mensajes cuyas referencias, escolios, pies de página o esbozos e interpretaciones han sido todos extraídos del último disco de Rosalía. El mundo no se cansa de convertir en dioses a gente que no es capaz de dividir dos entre uno. Si pides que te expliquen el fenómeno, te dirán que las divisiones a menudo son difíciles, o que podría hacerlas una calculadora.