El arte de venderse

Hay gente que presume de eso, de saber venderse. Gente que explota su cara, su cuerpo, muy pocos -ay- su inteligencia, ya que la inteligencia también es una pose. Sin embargo, a medida que vivimos nos damos cuenta de que quienes se venden no tienen nada que ofrecer. “Es de necios/ confundir valor y precio”, decía Machado. ¿Alguien lee todavía a Machado? Por tanto, también las apariencias son transacciones. Vendemos hasta aquello que no queremos mostrar. Llevamos a la oficina de objetos perdidos buena parte de lo que somos, desde que nuestros datos de búsqueda habituales, cuando nos metemos en Google, se convierten en flujos de información y pasan a engrosar los Big data. Tengo que confesar que a mí lo que más me extraña en los demás son sus gustos. No entiendo los gustos de la mayoría: el empaque existencial que se le da a los partidos de fútbol, la lectura de libros de mierda y el ansia de exhibirse, como si cualquiera tuviera algo que ocultar. La única forma de adquirir un valor es traicionar lo que uno es. Es lo que se nos pide. Si no te vendes, nadie te apreciará. Pero hay que venderse muy barato, hay casi que regalarse. Los precios en la web rozan la nada. Sólo hay una condición: si decimos algo diferente de lo que todos dicen, estamos perdidos. No seremos originales, seremos extraños.

            Vendemos nuestros gustos, nuestras preocupaciones, sueños, temores, puntos débiles, nuestras enfermedades y estrategias vitales. Vendemos nuestra esencia, que la red absorbe como el cristal oscuro cuando licuaba el cerebro de aquellos pequeños podlings que aparecían en la película de Jim Henson y Frank Oz. Somos únicamente información comercial. Para eso está hecho todo, para que nos sintamos realizados siendo mercancía. Para crear tendencias que traten nuestras carencias. Triste, pero aterrador. Los países desarrollados, aquellos en los que se mantienen intactos todos los derechos, están volviéndose en muchos sentidos colmenas. Todos formamos parte, lo hayamos elegido o no, de un sistema económico que cada vez tiene menos que ver con lo que éramos hace treinta años. Nos despojan, en el sentido musiliano, de nuestros atributos, para vendérnoslos después. Sólo existen ya esas dos especies: consumidores y traficantes. La web nos asigna una, elige por nosotros, como el sombrero en las películas de Harry Potter. Socialmente, debemos lo que somos a los hombres de Silicon Valley, esos potentados sin esperanza.

            Toda información es sólo crematística. Olvídense de la política, del catecismo, de la libertad que todo el mundo quiere desde que nace. Olvídense de la felicidad, sólo es real si se construye con dinero. Olvídense de deseos como el de disfrutar horas solitarias entre obras de arte. Ese deseo los convertirá en personas sin importancia. El gran acierto es ser como los demás, participar de una crisis colectiva, que es la que puede tratarse con el placebo del gasto, la inversión y el beneficio. A lo largo de los últimos veinte años hemos perdido la posibilidad de formar frentes, de manifestarnos contra las injusticias. El problema ya no está en la sociedad, sino en nosotros. Todo ha sido dispuesto para que seamos incapaces de unirnos, porque tendríamos que ignorar nuestras dolencias. A menudo echo de menos el quietismo de Miguel de Molinos: nada de lo que el mundo persigue tiene importancia. Quedémonos quietos. Es la única forma de descubrir lo que tiene valor. Seguro que es gratis.

Publicado en el diario HOY el 23 de agosto de 2025.

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