La suerte respira

Todos los años, la lotería de navidad crea el convencimiento de que la buena suerte existe y, sobre todo, de que la mejor prueba de su existencia es que nos toque a nosotros, a cada uno de nosotros. Como la aritmética no lo permite, cada décimo agraciado con el premio gordo supone que 24.000 compradores de otros décimos no deben obtener ningún premio. El gran fenómeno de la lotería no es el escaso número de personas que ganan algo, sino el número inmenso de los que pierden. Esa es la verdadera solidaridad de algunos juegos de azar: mientras que los que ganan se separan de la multitud y muchas veces van al encuentro de su ruina, los que pierden conforman una verdadera identidad, la de los que reciben el consuelo de no recibir nada. Perder en la lotería te humaniza: hace que sigas queriendo a tu marido, a tu mujer, a los amigos que tampoco han ganado nada, a tu perro y al género humano porque, como decía aquella maravillosa película de Vincent Ward, Más allá de los sueños: «El que pierde gana».

        Sabemos, además, que la lotería es un impuesto mucho mejor repartido que los de Hacienda. Hacienda existe para desplumarte, ya que descubres que aquello para lo que has votado que vayan a parar tus impuestos no se cubre. La lotería, sin embargo, es algo en lo que se invierte porque se sabe que los premios van a estar justamente distribuidos. Estadísticamente, los pobres son más numerosos que los ricos, y confían más en la suerte, así que invierten más en ella. No les queda otra. La pobreza sólo puede confiar en el azar, y el azar siempre hace las cosas bien. El problema consiste en que no se trata de un impuesto obligatorio. Los ricos no compran lotería porque no la necesitan, pese a lo cual a menudo les toca. En eso consiste ser rico. La lotería es, por tanto, un impuesto solidario, un impuesto que, al contrario que el resto de los impuestos, pagan los de siempre y reciben aquellos que lo pagan.

          Como se dice de las grandes distopías, en la España de la lotería nunca pasa nada, pero todo parece posible. El dinero de la lotería puebla una gran barraca de espejos en la que el que recibes se funde con el que das. La suerte que te desean, o que deseas cuando compras o regalas décimos de lotería es la misma que desean a tus padres cuando naces. Como estipuló Borges en La lotería en Babilonia, al nacer uno está obligado a participar en el azar, es decir, a ser afortunado o desgraciado. El destino es un premio de lotería, aunque no sepamos en qué consiste ese premio. Puede que la suerte haga todo lo necesario para que seas feliz, o puede que, al contrario, lo único que te otorgue sea el premio gordo, que es tristemente monetario. O quizá termines muriendo en un banco del parque, durante una bajada de las temperaturas. Lo único claro en todo esto es que la Agencia Tributaria inspecciona, y grava, sobre todo la desgracia.

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