El Titanic vuelve a hundirse

He vuelto a leer los dos testimonios que Joseph Conrad dejó escritos sobre el hundimiento del Titanic, ambos publicados, en su momento, en la English Review. Los textos no están exentos de ironía. Más aún, de una clara burla hacia los argumentos que esgrimieron los técnicos navales que defendieron antes, y siguieron defendiendo después de la tragedia, en la investigación que se inició, que el Titanic era insumergible. Conrad achacó el desastre a la soberbia de los armadores, que quedaron favorablemente absueltos en los informes finales de las Comisiones de Investigación que se realizaron a ambos lados del Atlántico. Cuando los periodistas pidieron a Conrad que expresara su opinión sobre el hecho de que se hubiese hundido un barco que no podía hundirse Conrad contestó: “Me parece de lo más normal que se hunda: los restaurantes no flotan”. Y explicó, en sus dos objeciones publicadas en la English Review, que lo que realmente originó la tragedia del Titanic fue de índole comercial, no marítima. O, al menos, lo que primó en la construcción de aquel barco de 45.000 toneladas fueron los intereses comerciales.

            Digo todo esto porque la situación vuelve a plantearse casi diariamente en nuestro mundo. Son los intereses comerciales los que hacen que las tragedias, los caos y los desórdenes, para la ingente cantidad de consumidores, se repitan una y otra vez. El otro día el filtro de control de pasaportes, en el aeropuerto de Barajas, colapsó y muchos de los viajeros perdieron los vuelos. El responsable fue, de cara a la galería, el sistema policial. Lo mismo ocurrió con el apagón. No sabemos todavía a quién corresponde la responsabilidad, pero en principio todo apuntó a Red Eléctrica y a los gestores políticos. Ocurrió como en el Titanic: ante el problema de por qué no había suficientes botes de salvamento, Conrad dijo que la cuestión no es que hubiera pocos botes, sino que había demasiados pasajeros. Tanto la White Star Line, dueña del Titanic, como las compañías aéreas vendieron y venden demasiados pasajes para enriquecerse. Ese es el verdadero problema. El que compra esos pasajes, es decir, el viajero, se halla absolutamente desprotegido. La ley favorece al grande, al que ofrece el servicio, y lo favorece porque le da un margen demasiado amplio para que, en definitiva, ofrezca el servicio que le dé la gana.

            De modo que el Titanic se hunde todos los días, sobre todo en España. El otro día, en Barajas, ni siquiera pusieron una pequeña orquesta de cámara para que entretuviera a los pasajeros, hacinados en filas interminables. La solución consistiría en no tener que volar, aunque esa solución más bien parece un problema, porque la gente no puede ya tomar el Titanic para ir a América -cosa que sería, si no más segura, al menos más cómoda- así que tiene que tomar el avión. El caso de las compañías aéreas, las españolas y las extranjeras, entre ellas las low cost, hace que compremos un billete para volar amarrados a una picota. Un sistema basado en que el consumidor consuma, en que el que tiene dinero, aunque sea poco, se lo gaste, suele poner a ese consumidor en situaciones que merecerían que ese consumidor atravesara el Atlántico en limusina, que además sería más barato. Yo suelo recurrir a otra solución que me parece más llamativa: cuando necesito volar a alguna parte del mundo me quedo en casa, y releo una vez más la vida de mi admirado Manfred von Richthofen, el Barón Rojo.

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