Para Manuel Lavado, amigo desde la infancia
Es triste ver cómo en muchas ciudades y muchos pueblos importantes las librerías que habían estado ahí toda la vida van cerrando. Muchas capitales de provincias van quedándose sin librerías de segunda mano, que son las que realmente importan. La gente está dejando de leer, los elegidos, como la Pombo, y los demás, los que leemos, nos vemos obligados a envidiar lo felices que son los que son como ella. Vivir sin leer es extraño. Es como no encontrarse jamás con gente importante, gente que se sale de lo convencional, que tiene pensamientos que no tienen nada que ver con salir en una pantalla. En efecto, cada vez hay más gente feliz, es decir, gente que no lee, pero la desaparición de las librerías no sólo se debe a eso. Se debe a que también el libro empieza a dejar de existir. La mayoría de lo que se escribe actualmente entra dentro de ese proceso que inauguró Gutenberg, y que da como resultado un libro, pero hace tiempo que los libros se han desentendido de lo que deben aportar a la multitud para la que se publican. Más aún, se han desentendido de lo que deben aportar para la multitud que no va a comprarlos. Las librerías cierran porque nadie tiene tiempo para entrar en ellas y no sólo decidir qué va a leer, sino decidir que va a apagar la televisión, el teléfono móvil y dedicar una parte del día a ser un incomprendido.
La desaparición de las librerías forma parte del diseño de las nuevas democracias. Eliminar la profundidad, para que cualquiera crea que puede ser profundo, que puede llegar a lo que piensan los que son diferentes. Apocalípticos e integrados, los llamó Eco. Ahora todos somos integrados, incluso los apocalípticos. Todos formamos parte de una muchedumbre que nos sobrepasa, que se ha vuelto totalitaria porque es la dueña del pensamiento preponderante, es decir, único. Así que comprar un libro que está junto a una lata de tomate frito es una forma de decir que leer nos iguala tan justamente como comer. Las librerías pantagruélicas, que forman cadenas de establecimientos igual que la comida basura, son el resultado de cómo se edita en España: se edita a gente que no arriesga para que la lea gente que sólo se fija en la decoración. La lenta agonía de las librerías de barrio, de pueblo, que lleva produciéndose desde hace cuatro decenios, va arrojando ya los verdaderos resultados de esa evolución: el libro que nos dice lo que somos desaparece, porque ya no importa lo que somos, ni estamos interesados en saberlo.
Es necesario volver a los libros de segunda mano, aunque sea a riesgo de tratarlos como fetiches. Son ellos los que conservan intactas las preocupaciones de las que antes se discutía en los bares y los casinos. Ya no hay preocupaciones, sólo hay pastillas. Yo, que siempre he creído que las sociedades se construyen por acuerdos tácitos entre los poderosos, que lo que pensamos es el rap de una mafia, que vivimos en aquel mundo que denunció Coolio, en aquel paraíso de los gangsters, sospecho que la filosofía y la literatura, esas dos terapias del hombre verdaderamente libre, que no tiene nada que curarse, irán convirtiéndose en algo sospechoso, destinadas a que las retire el mejor mayordomo que existe: la muerte. Por eso la única forma de vivir ya dignamente es entrar en una librería de viejo y comprar libros que no firma ninguna influencer, que son las que menos influencia tienen. Es hermoso salir con un libro bajo el brazo que te ha firmado Dostoievski, o Meyrink, o Dos Passos, un libro con el sello de Shakespeare & Company. Que venga la muerte. Esos libros no se pueden meter debajo de la alfombra.