Delicioso libro el de C.S. Lewis, amigo de Tolkien y uno de los críticos ingleses que más han defendido y divulgado el placer de pasar los ojos por una página escrita, sobre todo si esta página pertenece a un libro marcado por la verdadera literatura. La obra a que me refiero es An experiment in criticism, traducido al español como La experiencia de leer (Alba, 2000). En ella encontramos la relación, por regla general bastante usual, entre buenos libros y buenos lectores, e igual entre malos libros y malos lectores, pues parece que los que leemos vivimos en una especie de universo swedenborgiano: los malos nos acercamos a libros que son como nosotros, y los buenos igual. A pesar del determinismo que pudiera acarrear este planteamiento, Lewis nos muestra que todo forma parte de una lógica interna que, poco a poco, está dejando de existir, porque tanto los buenos lectores como los buenos libros son cada vez más escasos. Cosas del sistema educativo -donde todavía se sigue imponiendo, por cómoda indiferencia, la lectura de BlueJeans-, y de la escritura al servicio del mercado. Según Lewis, lo que caracteriza al mal lector es que se deja llevar por la moda, además de por los hechos que los libros cuentan, sin prestar atención a lo que más hace diferente a un libro, a lo que lo saca del mainstream que caracteriza lo trillado: la palabra. Para el mal lector la palabra es sólo un poste indicador que lo lleva hacia los hechos. Para el bueno, es lo que convierte a esos hechos en emocionantes, en importantes desde el punto de vista de lo que la propia literatura comunica y significa.
En La experiencia de leer Lewis habla de las diferencias entre fantasía y realismo, explicando que a menudo la realidad supera a la ficción, como ya nos contaba Wilde. Establece las líneas que separan los géneros. Por ejemplo, la poesía -dice- apenas es visitada por los malos lectores, aquellos que no encuentran en ella ninguna noticia y, por tanto, ninguna diversión. La poesía es un campo yermo donde sólo crecen árboles que llegan hasta el cielo. El experimento consiste en demostrar que la lectura de grandes libros es una especie de práctica de una religión muy minoritaria. El lector al que un libro le parece “lento”, el que lee para conseguir prestigio (en el pasado, claro, ahora el prestigio se consigue con la ignorancia), o el que busca verdades sobre la vida son algunos modelos que estudia la obra de Lewis, que perteneció a una época en la que la importancia de los libros podía permitirse el lujo de caer para después ser recuperada.
Siguiendo esta tesis, la relación actual entre lectores y libros podría calificarse de absolutamente desproporcionada. Las imágenes ganan la partida, de forma que lo que llamamos vida está desapareciendo detrás de la prisa con la que es presentada en las pantallas. ¿Quién lee ya a Henry James, por poner un ejemplo? ¿Quién lee a Stevenson, o a Robert Walser? Hay lectores que aún leen a Jane Austen, aunque sólo por la emoción, por los equívocos que presentan sus historias, en las que caen tanto los buenos como los malos lectores. Pero leen a Jane Austen como si se tratase de un serial, de imágenes encadenadas. Abordan a Jane Austen sin necesitar ninguna de las palabras que escribió. Ahora para recibir el reconocimiento, una obra debe ser comercial, debe estar refrendada por la gente que compra, no por la que lee.