Acabo de terminar la que consideran mejor biografía de uno de los autores europeos más originales, por no decir extravagantes: Gustav Meyrink (1868-1932). La biografía se titula VIVO (Aurora dorada Ediciones, 2024), escrita por Mike Mitchell, un académico inglés que enseñó en la universidad de Stirling (Escocia) y tradujo obras de autores austriacos y alemanes, entre ellas todas las novelas de Meyrink. VIVO se compone de las letras, inscritas una en cada cuadrante de una circunferencia que aparece en la tumba de Meyrink, en el cementerio municipal de Starnberg, ciudad a unas quince millas al sur de Munich, junto a un lago del mismo nombre. La primera persona del presente de indicativo del verbo latino vivere: vivo, estoy vivo. Curiosa y extraña inscripción para una lápida, tras la que reposa junto a su hijo Harro, que murió por propia mano con 24 años, el mismo año de la muerte de Meyrink, y junto a su segunda esposa, Mena. Los contactos de Meyrink con el ocultismo y la alquimia son la base de su creencia en que la vida no termina con el ocaso del cuerpo, sino que entra en una dimensión de infinitos caminos. Meyrink empezó tarde a escribir, y pronto pasó a formar parte de lo que los ingleses llaman la ficción extraña, que aúna -a menudo en callejones sin salida, caracterizados por lo pulp– a escritores como Lovecraft, Clark Ashton Smith, William Hope Hodgson o Austin Osman Spare. Creo que Kafka no parecería, en este grupo, un caso inusitado. Sin embargo, Meyrink sería el único que excede el ámbito anglosajón o, al menos, lo excede en cierto sentido, porque hablamos de un autor que tradujo en cinco años quince volúmenes de Dickens y varios de Kipling y Poe para ganarse la vida. Comparte, así, el molde de nuestro Casinos-Assens.
Su obra se compone de títulos tan notables como El Gólem, La noche de Walpurgis, (o Walburga), La casa de la última farola, La cara verde, El soldado caliente, Murciélagos, El dominico blanco o El ángel de la ventana de occidente, además de la sátira social en la que incurrió con El cuerno del filisteo alemán (prohibida en Austria) o los cuentos publicados en la revista Simplicissimus. Fue uno de los pocos intelectuales alemanes y austriacos que se opusieron a la I Guerra Mundial, por lo que fue acusado de ser uno de los grandes envenenadores (igual que Heine) del nacionalismo alemán. Autor profundamente convencido de la banalidad del mundo y del hombre, es casi inevitable leerlo como una mezcla de Karl Kraus y Fritz Zorn. Para Meyrink, el hombre renuncia a parte de lo que es abrazando el materialismo. Cautivado por la ciudad de Praga, por su magia y su antigüedad, igual que Kafka, tuvo que renunciar a ella por causa de los problemas que planteó su origen ilegítimo, pues era hijo del barón Karl Warnbühler y la actriz María Meier. Su padre no pudo reconocerlo, y Meyrink siempre se mostró quisquilloso con esa mancha o las burlas que pudiera originar. Odió a las clases altas y el militarismo. Fue un famoso y temido duelista que -dicen- retó a todo un cuerpo de oficiales de Praga, pero ninguno de sus componentes aceptó el desafío. Fue igualmente un regatista que recorría diariamente, en canoa, enormes distancias en el río Moldava, hábito que le produjo, al final de su vida, una grave lesión medular.
Pese a todas estas monstruosidades, lo más excepcional de Meyrink fue su visión de cómo el pasado y el futuro se entrelazan. En ese sentido, se parecía a Einstein. El presente no le importaba. En El Gólem resucita la vieja leyenda del rabino Löw: está convencido de que el poder tiene la capacidad de hacer un esclavo de barro de cualquier hombre. En La noche de Walpurgis pasado y futuro mezclan la vieja rebelión de los husitas con la anunciación de la llegada del nazismo, algo que por fortuna Meyrink no pudo ver en vida. En El dominico blanco el mundo se vuelve una aleación de vigilia y pesadilla en la que el protagonista, Cristóbal Palomar, sabe que no se puede existir en ninguna de las dos por separado. A Meyrink tampoco se lee ya, pero no hay duda de que vivimos en alguno de sus mundos, o en todos ellos. Es muy recomendable volver a tomar contacto con este autor que encontramos cada vez que visitamos Praga, aunque sea para comprar un imán del Gólem y pegarlo en la nevera. Meyrink es uno de esos autores que duermen a la intemperie, atento a las cosas eternas que hemos perdido.