Kafka y la política

Acabo de terminar un libro que aporta elementos esenciales a lo que sabemos de Kafka, silenciados por la mayoría de sus estudiosos. Se trata del ensayo Franz Kafka. El anatomista del poder, del autor griego Costas Despiniadis, y traducido por Juan Merino. El estudio es una pormenorizada relación de Kafka con la política, lo que lo llevó a múltiples lecturas antiautoritarias, entre ellas la de uno de sus libros favoritos, las Memorias de un revolucionario, de Kropotkin y, sobre todo, a contactos con los movimientos anarquistas de la Praga de su tiempo. Muchas veces nos hemos preguntado qué conclusiones políticas podrían sacarse de la obra de un autor imprescindible como él, pero que el 2 de agosto de 1914 escribió en su Diario la siguiente y única anotación: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia.- Por la tarde, escuela de natación”. Despiniadis cuestiona algunos de los aspectos que caracterizan a Kafka y que, según él, son falsos. Por ejemplo, el perpetuo complejo de culpabilidad. El autor griego dice que Kafka nunca se sintió culpable, que esa culpabilidad no aparece en ninguna de sus obras capitales. Sus personajes jamás huyen de los problemas, se enfrentan a ellos, a veces con determinación. No se sienten culpables, puesto que no se esconden. Kafka no fue un hombre apolítico, aunque estaba lejos de creer en la política. Por ejemplo, sus juicios sobre la Revolución proletaria en Rusia demostraron que, ya en sus inicios, la consideraba el proyecto de una dictadura: “Al final de cualquier proceso verdaderamente revolucionario siempre aparece un Napoleón Bonaparte”.

            Kafka, como escritor, apenas tuvo repercusión pública mientras vivió. Lo conocía un pequeño grupo de colegas, y las ventas de todo lo que publicó en vida no pasaron de unos pocos cientos de ejemplares, pero se trata del escritor que más ha influido en la literatura posterior y, sobre todo, en cómo vemos el mundo, y al hombre, en la actualidad. El ensayo de Despiniadis aborda la función que la literatura de Kafka ejerció contra el poder, sus ideas antiautoritarias, su crítica del taylorismo y las relaciones identitarias entre familia y capitalismo, que avalan las conclusiones de De la Boétie sobre la servidumbre voluntaria y asumida del hombre en relación al sistema económico. Además, Kafka fue un lector furibundo de las obras del socialismo utópico: Saint-Simón y, después, de autores más comprometidos, como Hertzen, Bakunin y Belinsky. De hecho, todas sus grandes obras levantan una crítica al poder que obliga al hombre a ponerse a sí mismo el yugo de esclavo, por voluntad propia. Los problemas del desconocimiento de la ley hacen del hombre sin cultura una víctima de un poder establecido cuyas cabezas están ocultas y son inescrutables. «Cualquier tribunal es innecesario, basta sólo un verdugo para remplazarlo». «Todos los eslabones de la cadena social hacen lo que se presupone que debe hacer».

            Así pues, nunca ha existido una revolución. Cualquier revolución es un sueño. Así está hecho el sistema. “La revolución se evapora y sólo queda el barro de una nueva burocracia. Las cadenas de la atormentada humanidad están hechas de papel de oficina”. Cuando, ya en los años 60, conseguimos traducir y leer a Kafka muy pocos lo comprendieron, porque el mundo sigue igual, ahora incluso peor. «Vamos hacia el progreso a paso de cangrejo» y, poco a poco, asumimos que nos equivocamos al sentar las bases sobre las que había que haberlo construido todo. Kafka, a medida que pasa el tiempo, ilumina más aspectos de lo que somos, pero el hombre ya no puede comprenderlo, gracias a la educación absolutamente irrelevante y al peso de los intereses. El poder nunca cambia de manos. Kafka tenía razón, una vez más, cuando escribió: “La característica básica del mundo es su putrefacción”.

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