La censura, por fin

Este mundo nos tenía desconcertados. Sabíamos que no somos libres, que nada con vida surgirá de las artes, en el hospital de convalecientes en que reposamos. El propio arte está en cuidados paliativos. Sabíamos, también, que hace treinta años que los bomberos de la industria cultural están quemando libros en todos los hogares, pero esa censura ha permanecido oculta: los jóvenes tienen en sus casas El castillo, de Kafka, pero no disponen de tiempo para leerlo. Se trata, pues, de una prohibición original, en el mismo sentido que el pecado. Muchos son nativos digitales, es decir, han nacido en una época en la que leer, cuestionar lo que a uno le han dado, disponerse contra ello, supone ya una falta, un delito, y no porque no podamos ser críticos, sino porque ni siquiera nos lo planteamos. La censura y las prohibiciones actuales son autocensura, restricciones aceptadas como si fueran derechos naturales, no imposiciones diseñadas por el poder político y el corporativo. Nuestra ignorancia es la del que firma su esclavitud, nuestra posición en el mundo, la del que acepta el mundo como es.

            Menos mal que, a veces, una luz aparece en el horizonte. Esta luz a que me refiero viene del único Coloso de Rodas que alumbra las aguas en que nos hundimos, o por las que vagamos en yates con las cubiertas llenas de cubiteras con champán. Me refiero a Donald Trump. Algo bueno tenía que tener un hombre que parecía la encarnación de Stalin, el último Nosferatu. En efecto, hay un gesto que es necesario agradecerle: la reinstauración de la censura. Ahora, por fin, sabemos qué leer. Ahora nos damos cuenta de por qué no leer no conduce a la libertad, como nos había asegurado la cultura imperante, sino que conduce al infierno al que Trump ha condenado a muchos libros. Múltiples escuelas estadounidenses no compran los libros de una lista negra que, al parecer, han confeccionado la reacción woke y la oposición al igualitarismo. Comprender se les hace difícil a los gobernantes estadounidenses, y aceptar más difícil aún. Menos mal que piensan en el bien de los niños de las escuelas, igual que Cruella de Vil en el bien de los cachorros dálmatas. Por esa razón, hay que agradecer a Trump que contra él vivamos mejor, infinitamente mejor que en el desierto del bestseller.

            Bienvenida la censura. Es mejor que la nada. Bienvenidos esos miles de libros que han objetado en las escuelas militares, y que están desapareciendo de otras muchas instituciones educativas allende los mares. Ya era hora de que hubiera motivos para preguntarse por qué esos libros son perjudiciales, por qué es mejor no leerlos, y en cambio sí hay que leer a Stephen King o Furia, de Tracy Wolff. Los motivos son tan simples como triviales: se trata de libros de autores que creen que los negros y los homosexuales también piensan, o que un blanco nunca podrá ser Michael Jackson, porque Michael Jackson sólo hay uno, aunque sea negro. Quizá sea cierto que los libros hacen a la gente infeliz. Poco a poco, en el desierto que cruzamos aparece algún que otro espejismo. Es falso, ha sido puesto allí por los pirómanos de siempre, pero, al menos, resulta hermoso, como la Esfinge de los hielos.

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