Acabo de leer un libro que muestra lo que los artistas e intelectuales judíos -antes no se establecía esta distinción, ahora representan actitudes casi opuestas- han aportado a la cultura europea y anglo-norteamericana. Se trata de la obra de Norman Lebrecht: Genio y ambición. Cómo los judíos cambiaron el mundo, 1847-1947 (un libro de 2019, publicado en nuestro país por Alianza Editorial en 2022). Sin duda es uno de los análisis que mejor muestran la contribución judía a la identidad de nuestra cultura. No se trata de aportaciones a la cultura europea, sino a la forma en que hay que verla, a lo que significa. Excepto la religión judía, que el cristianismo renovó hasta despojarla de sus profundas peculiaridades, el carácter de la sensibilidad de los judíos que pasaron por Europa cambió y erigió sólidos faros que sirvieron para medir la extensión de todo lo que tomamos de los griegos. Quizá España ha sido el país europeo más refractario al pensamiento judío. Los expulsó en dos ocasiones, y quizá por ello lleva casi un siglo intentando no parecer un país de hombres de neanderthal. Aquí los grandes movimientos acuñados por el judaísmo: el expresionismo, la nueva física, el dodecafonismo o el psicoanálisis apenas tuvieron un mínimo eco. El libro de Lebrecht presenta todo eso y, más aún, alumbra el modo en que los intelectuales judíos han influido en una historia que han querido hacer suya. El judaísmo no sólo ha sido una religión, sino una forma de llegar al núcleo del pensamiento occidental, y también a la necesidad de profundizar en él y renovarlo. Los conceptos que aparecen en el título -genio y ansiedad- parecen inevitablemente imbricados en la forma en que la modernidad, y los judíos con ella, han mostrado el progreso como una conquista del ser humano, no contra él. El genio judío se basa en una ineludible ansiedad por hacer algo con lo que le ha sido concedido, aunque sea a la sombra de un dios funcionarial e inquisitorial del que surge la culpa.
El hombre está marcado, no es más que un breve lapso de vida que ha de contribuir a paliar lo que les falta a los demás hombres, sean o no judíos. Se ha dicho que es un pueblo sin patria, que ha necesitado siempre un huésped sobre el que fundar su prosperidad, incluidos los sueños que sabe que no va a cumplir. El desarrollo del judaísmo occidental, hasta la llegada del nazismo, precisó siempre una estructura, un lugar sometido a leyes que el judío utilizó para ser aceptado por los que no son judíos. Durante siglos, el judaísmo ha sido una masonería que ha segregado personalidades originales y dispares. Autores como Heine, Mendelssohn, Freud, Sara Bernhard, Marx, Proust, Kafka, Einstein, Schönberg o Wiesel establecieron las bases de la cultura occidental sobre la propia superación de esa cultura. No hubo término medio. Odiaban el mundo burgués en el que tenían que integrarse. Nunca se asimilaron, como tampoco se asimilaron cuando fundaron el estado de Israel. Ese es el tipo de ansiedad que caracteriza la no pertenencia a ninguna patria, que tampoco perteneces a la propia. Parece que Auschwitz sólo fue la culminación de una profecía que se repite cada cierto tiempo en su historia: el Egipto del Éxodo, las sucesivas guerras religiosas, las eternas peregrinaciones que caracterizan a un pueblo que acepta más divinidad en su historia que los demás pueblos, por así decir.
Quizá la actual política israelí haya descubierto que la única forma de sobrevivir en el mundo sea hacer lo que el resto del mundo ha hecho con ellos. Ahora el mundo es su huésped, no una nación concreta, y los tentáculos aferrados a la médula espinal de parásitos más potentes que él, como EE.UU., o Alemania, hacen que el orden mundial se haya quitado la máscara. No sé qué pensaría Hannah Arendt del Israel actual, desaforado y totalitario dentro y fuera de sus fronteras. Quizá que se parece demasiado al Día de los trífidos, de John Wyndham. Lebrecht analiza con una admiración justificada los logros políticos del judaísmo, la forma doliente en que se ha manifestado a lo largo de una historia que no suele considerar propia, aunque lo sea: la de la Europa anterior a la Segunda Guerra Mundial. Sin las aportaciones de Kafka, Einstein, o Benjamin el hombre cristiano, que es un hombre que se deja llevar al matadero por aquello en lo que cree, no hubiera sido capaz de salir del casticismo. El cristiano no se siente culpable, pero no es eso lo que lo diferencia del judío. La gran diferencia es que Cristo sigue siendo una incógnita. El cristiano piensa en Cristo, no en el cristianismo. El judío sigue pensando en su comunidad, no en quien la ha puesto sobre la Tierra. De cualquier forma, sin que lo sepamos, debemos demasiado a los judíos. Supermán lo inventó un judío, Batman lo inventó un judío. Lebrecht dice que ambos superhéroes son reinvenciones del Gólem de Praga. Quizá también hayan inventado a Cristo, a Buda, a Lutero. Los judíos necesitan la competencia para imponerse y progresar.